Sábado a la noche.
Entro corriendo a un restorán y pido fideos,
como deprisa y concentrado, sin atender
al gato que maúlla sin parar desde el piso.
Sólo dos personas en el local: el dueño y yo.
Apoyado contra el mostrador sonríe hacia el matamoscas,
sin ningún interés por mi impaciencia,
aprobando al parecer la insipidez de la tarde.
Mientras él busca seriamente el cambio,
yo siento que tener algo que hacer es de verdad importante.
Así que salgo a la calle, compro el diario
y me subo al primer colectivo que llega.
El aire acá arriba está demasiado frío
y me hace temblar, me repliego en el asiento.
Por todas partes hay plástico y astillas,
y un extraño olor a pintura. Pocas personas, lluvia,
¿quién quiere salir, si no es para volver a casa,
o movido por un impulso traicionero?
¿Quién quiere gastar cuatro boletos y atravesar
cabeceando, medio dormido, la avenida Nanjing?
Una hora después al despertarme
me apuro a bajar. “Qué suerte de mierda”,
exclama uno al que se le pasó la parada
mientras limpiaba sus anteojos. Me doy vuelta:
el colectivo oscilando avanza en la oscuridad
hecha de un cielo nocturno lluvioso y luces de neón.
Conozco al muchacho en la entrada del banco,
es la persona que vengo a ver; bajito, sin cuello,
se llama a sí mismo ladrón; por supuesto,
ya ha hecho lo imposible para demacrar su apariencia.
Hablamos un rato afuera de pie
antes de entrar al bar. Sentados junto la ventana
pedimos bebidas frías y empezamos a tratar
de algunos conocidos, de su dolor
yendo y viniendo por las universidades,
acostumbrados a un cinismo cómodo
y a burlarse de sus propios órganos. Llevados a eso,
y a toda forma de aburrimiento planeado.
Después, mira hacia la calle por la ventana,
comparando calles y ciudades en su cabeza.
Como al pasar menciona el funeral de su madre:
muchos parientes, petardos y niños desconocidos,
pero muy poco tiempo concreto pasado
alrededor del cuerpo, intercambiando dolor.
Piensa que su muerte dio término a una discusión.
Ahora ya ni recuerdo quién y quién
decidió poner la medicina en su pan: un mes
tomándola de esa forma, después su sonrisa final.
Nos quedamos en silencio un rato, como corresponde,
y viendo que ya hemos estirado el tiempo lo suficiente
nos paramos para despedirnos: “Hasta la próxima”.
Al salir, él se esfuma. No es tarde aún,
no estaría de más dar unas vueltas
antes de volver. De nuevo este traicionero
impulso que me atrapa, me acelera el corazón.
Fumo un cigarrillo. Incluso voy a un cine para ver
la cartelera; pero es como si ya hubiera visto todas las películas:
una acerca del opio, una acerca del divorcio, otra
acerca de uno de nosotros que doblegó la emoción.
La respuesta que obtuve a los diez año está aún
burlando mi propia pregunta: yo pertenezco a nosotros.
Así, la buena señal del día es: un paseo, un baño,
para emitir con lentitud irritante algún sinsentido
usando la primera del singular. ¿Qué
significa? Algunas calles, algunas bandas
tocan el himno y música marcial. Las puertas abiertas
de un negocio expulsan una racha de aire frío;
adentro dos chicas se prueban bikinis. Ahora
quiero irme a casa. Es eso o, bajo el viaducto,
con un maestro de Qi, estudiar el uso de los pies
para rascarse la espalda, pelear, o caminar con las manos.
Los empleados bostezan, con sus laptops a cuestas,
deslizándose en los taxis; luces de edificios altos y bajos
empiezan a parpadear. Desde un bar en un callejón
viene el aplauso al final de un tema. Después de todo,
tanto ruido en el momento en que la mayoría duerme,
es como si la semana llegara al fin a su clímax.
De hecho, llega el colectivo rápido a la parada.
La noche ahora es profunda pero gris, no tinta oscura.
Y al volver a la escuela, en el bosque al lado del camino
veo incluso a dos chicos caminar abrazados.
Xiao Kaiyu (Sichuan, 1960)
Versión de Miguel Angel Petrecca
Foto: Xiao Kaiyu DianMo, Leipzig
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