"¡He leído un grueso tratado, he leído un grueso tratado y por fin he comprendido!", dijo un joven entusiasta irrumpiendo en la habitación que Garbeld arrendaba. Garbeld, lo había yo notado, profesaba una simpatía llamémosle insidiosa por el joven. Este dato se me ocurre esencial para comprender la historia, pero tal vez no sea así; el lector puede dejarlo en suspenso en tanto obre su propia interpretación de este relato. "¿Que libro ha leído?", suspiró Garbeld. "No importa cuál", dijo el joven, y esto pareció despertar una viva simpatía en Garbeld. "No importa cuál", insistió el muchacho, "baste saber que era la obra de un gran filósofo, con cuarenta y siete páginas de introducción y un cuerpo de notas que suman más del total de la obra, realizados por una profesora de filosofía y otra de filología antigua". "Bien, ¿qué verdad ha comprendido? ¿Se trata del prólogo o de la obra?", interrogó Garbeld. "De ambos, pues lo que he comprendido, después de dos años de lecturas de libros de filosofía clásica, es que a los profesores, esos sabios cuyos prológos leía con devoción pues esperaba encontrar las iluminaciones sobre las palabras del maestro, esos prologuistas académicos, digo, no están interesados en la verdad, no están guiados por la sed de verdad, no quieren saber sino las relaciones de las ideas del sabio, su vinculación con las de otros, anteriores o posteriores, y disecan la savia viva en núcleos o centros de interés". "Ha comprendido sin duda una gran verdad", dijo Garbeld, decepcionado. "No ponga esa cara, Lawrence", dijo el muchacho. "He comprendido cuál es el camino de la verdad". "¿Cuál es?", pronunció Garbeld, con el tono de quien se ha resignado a cumplir con su parte de sostén en un seudo diálogo. "El entusiasmo sacro", disparó el joven. Garbeld inclinó su cabeza hacia adelante y acarició suavemente su frente con las yemas de sus dedos. "Sé que le suena a fe religiosa", dijo el joven, "pero examínelo un poco. ¿Quién lee ya a un filósofo esperando encontrar en él la verdad? ¿Quién lee filosofía fuera de las academias? ¿Quién la lee en posición de amateur? Todo entusiasmo es sagrado cuando se trata de ello". "Ojalá se tratara de religión", dijo Garbeld. "No precisamente", respondió el muchacho. "Se trata de la difusa certeza de que alguien o algo dirá finalmente aquello que queremos saber". "¿Para qué saber lo que queremos?", dijo Garbeld. "Tanto peor sería. Mejor es saber lo que no sabemos y lo que no sabemos que queremos o que incluso no queremos en absoluto." El muchacho se dejó caer en un sillón. "Sin embargo", dijo, "he tenido hoy algún tipo de revelación". "Eso es cierto", dijo Garbeld, y el rostro del chico se iluminó. "¿Verdad que sí?", dijo. "Ya ve, se sigue interrogando. Sin duda la ha tenido", dijo Garbeld. "¡Aleluya!", gritó el chico. "¿Y qué he comprendido Garbeld? Dígamelo usted". "Haga el favor de no ofenderme, váyase", profirió Garbeld. El chico quedó petrificado en su asiento pero reaccionó en un segundo, se levantó y salió dando un portazo. "Eso sí que estuvo bien", me dijo Garbeld. "¿Qué de todo?", dije. "El instante entre el sillón y la puerta en que aún no sabía que iba a dar el portazo", respondió.
Gustav Who, Tan claro como el agua, Lausana, 1967.
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