martes, octubre 16, 2012

Elizabeth Bishop / Un milagro en el desayuno




Un milagro en el desayuno

A las seis de la mañana esperábamos el café,
esperábamos el café y la benévola migaja
que iban a servirnos desde cierto balcón
—como los reyes de antaño, o como un milagro—.
Todavía estaba oscuro. Un pie del sol
se asentaba sobre una larga onda del río.

El primer ferry del día acababa de cruzar el río.
Hacía tanto frío que esperábamos que el café
estuviera muy caliente, viendo que el sol
no iba a calentarnos; y que la migaja
fuera una hogaza para cada uno, enmantecada, por milagro.
A las siete un hombre salió al balcón.

Permaneció por un minuto solo en el balcón
mirando por sobre nuestras cabezas el río.
Un criado le entregó los ingredientes de un milagro,
consistentes en una solitaria taza de café
y un panecillo, que él convirtió en migajas,
con su cabeza, por así decirlo, en las nubes… junto con el sol.

¿El hombre estaba loco? ¡Qué pretendía hacer bajo el sol,
allá arriba, en ese balcón!
Cada hombre recibió una dura migaja,
que algunos arrojaron despectivamente al río,
y, en una taza, una gota de café.
Algunos nos quedamos allí, esperando el milagro.

Diré lo que vi a continuación; no era un milagro.
Una bella villa se erguía al sol
y de sus puertas salía aroma a humeante café
En la fachada, barroco, de yeso blanco, un balcón
añadido por los pájaros que anidan junto al río
—vi eso sin despegar los ojos de mi migaja—,

y galerías y recámaras de mármol. Mi migaja
era mi mansión, hecha para mí por milagro,
a lo largo de los siglos, por insectos, pájaros y el río
que talla la piedra. Cada día, al sol,
a la hora del desayuno me siento en mi balcón
con los pies en alto, y tomo litros de café.

Lamimos la migaja y tragamos el café.
Del otro lado del río, una ventana se encendió con el sol
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.

Elizabeth Bishop (Worcester, 1911—Boston, 1979), traducción de Mirta Rosenberg, "Conversos", El paisaje inerior, inédito

Foto: Elizabeth Bishop en phillycom / The Philadelphia Inquirer


A Miracle for Breakfast

At six o’clock we were waiting for coffee.
waiting for coffee and the charitable crumb
that was going to be served from a certain balcony,
—like kings of old, or like a miracle.
It was still dark. One foot of the sun
steadied itself on a long ripple in the river.

The first ferry of the day had just crossed the river.
It was so cold we hoped that the coffee
would be very hot, seeing that the sun
was not going to warm us; and that the crumb
would be a loaf each, buttered, by a miracle.
At seven a man stepped out on the balcony.

He stood for a minute alone on the balcony
looking over our heads towards the river.
A servant handed him the making of a miracle,
consisting of one lone cup of coffee
and one roll, which he proceeded to crumb,
his head, so to speak, in the clouds —along with the sun.

Was the man crazy? What under the sun
was he trying to do, up there on his balcony!
Each man received one rather hard crumb,
which some flicked scornfully into the river.
and, in a cup, one drop of coffee.
Some of us stood around, waiting for the miracle.

I can tell what I saw next; it was not a miracle.
A beautiful villa stood in the sun
and from its door came the smell of hot coffee.
In front, a baroque white plaster balcony
added by birds, who nest along the river,
—I saw it with one eye close to the crumb—,

and galleries and marble chambers. My crumb
my mansion, made for me by a miracle,
through ages, by insects, birds and the river
working the stone. Every day, in the sun,
at breakfast time I sit on my balcony
With my feet up, and drink gallons of coffee.

We licked up the crumb and swallowed the coffee.
A window across the river caught the sun
as if the miracle were working on the wrong balcony.

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