Octava elegía
Con todos sus ojos la criatura
ve lo abierto. Sólo nuestros ojos
están como al revés y alrededor,
trampas al acecho de la salida.
Lo que está fuera nos alcanza
solo a través del animal; al niño
de tierna edad lo apartamos
para obligarlo a mirar atrás,
al mundo de la forma, no a lo abierto
que la faz del animal tan hondo
trasluce, libre de la muerte.
Nuestra mirada solo a ella ve.
El animal, libre, tiene siempre
su ocaso tras de sí, y delante
a Dios; cuando camina, penetra
en la eternidad como en la fuente.
Pero nosotros, ni siquiera un día,
tenemos por delante el espacio puro
donde la flor al infinito se abre.
En torno subsiste el mundo
y nunca aquello que nada limita,
lo puro, sin retención, que se respira
y se sabe infinito y no se ansía.
A veces alguien, un niño, se extravía
en su seno, estremecido, hasta que es arrancado.
Otro perece, y es. Porque cerca de la muerte,
ésta ya no se ve, y los ojos quedan fijos
en la lejanía, con la visión profunda del animal.
Cerca están los amantes, asombrados,
pero entre sí se atajan las miradas.
Como al descuido se les revela
lo que está por detrás, pero ninguno
logra avanzar hacia el otro y al instante
otra vez se configura el mundo para ambos.
Vueltos siempre hacia la creación,
de ella no vemos más que el reflejo
de lo libre, oscurecido
por nosotros. O acontece que un animal,
criatura muda, levanta la cabeza y en calma
nos atraviesa la mirada.
¿Qué es el destino sino lo que siempre está delante
y nada más que delante?
Si el manso animal que se acerca fuese consciente
como el humano, nos arrastraría a seguir
su paso. Pero su ser es para él
infinito, sin borde ni juicio
sobre su estado, puro como su mirada.
Y donde no vemos más que futuro,
él lo ve todo y en todo él se ve
y está a salvo para siempre.
Sin embargo sobre el animal cálido y alerta
gravita la inquietud de una gran melancolía.
Porque también padece del apego
a eso que al humano subyuga: el recuerdo
—como si aquello a lo que tendemos
con insistencia ya hubiese estado,
alguna vez, más próximo y leal, y el enlace
fuese dulzura infinita.
Aquí todo es distancia. Allá, todo era
respiración. Después del primer hogar,
el segundo aparece híbrido, azotado por los vientos.
Oh felicidad incomparable de la pequeña criatura
que en el seno que lo gestara permanece.
Oh la dicha del mosquito
que interiormente salta todavía
hasta en sus bodas: todo es seno materno.
Y la seguridad un tanto incierta del pájaro
que por su origen participa de lo ambiguo,
como si fuese el alma de un etrusco
al salir del muerto a quien el espacio recibe,
pero con la figura inmóvil como efigie.
Qué turbación la de quien debe volar
y procede de un regazo. Surca los aires
como si se agrietara una taza. Así la huella
del murciélago raya la porcelana de la tarde.
Y nosotros, espectadores, dondequiera
y en todo tiempo vueltos hacia todo
pero sin mirar la lejanía.
Las cosas nos abruman. Las ordenamos
y caen. Otra vez las ordenamos
y entonces también
nos despeñamos.
¿Quién nos ha hecho girar así, de modo
que hagamos lo que hagamos, siempre
quedamos en actitud de partir?
Como aquel que desde la última colina
contempla el valle por entero,
y una vez más se vuelve, se detiene,
se demora,
así vivimos: en despedida.
Rainer Maria Rilke, (Praga, 1875 - Val-Mont, Suiza, 1926), Elegías de Duino, Buenos Aires, Leviatán, Colección Poesía Mayor, 1997
Con todos sus ojos la criatura
ve lo abierto. Sólo nuestros ojos
están como al revés y alrededor,
trampas al acecho de la salida.
Lo que está fuera nos alcanza
solo a través del animal; al niño
de tierna edad lo apartamos
para obligarlo a mirar atrás,
al mundo de la forma, no a lo abierto
que la faz del animal tan hondo
trasluce, libre de la muerte.
Nuestra mirada solo a ella ve.
El animal, libre, tiene siempre
su ocaso tras de sí, y delante
a Dios; cuando camina, penetra
en la eternidad como en la fuente.
Pero nosotros, ni siquiera un día,
tenemos por delante el espacio puro
donde la flor al infinito se abre.
En torno subsiste el mundo
y nunca aquello que nada limita,
lo puro, sin retención, que se respira
y se sabe infinito y no se ansía.
A veces alguien, un niño, se extravía
en su seno, estremecido, hasta que es arrancado.
Otro perece, y es. Porque cerca de la muerte,
ésta ya no se ve, y los ojos quedan fijos
en la lejanía, con la visión profunda del animal.
Cerca están los amantes, asombrados,
pero entre sí se atajan las miradas.
Como al descuido se les revela
lo que está por detrás, pero ninguno
logra avanzar hacia el otro y al instante
otra vez se configura el mundo para ambos.
Vueltos siempre hacia la creación,
de ella no vemos más que el reflejo
de lo libre, oscurecido
por nosotros. O acontece que un animal,
criatura muda, levanta la cabeza y en calma
nos atraviesa la mirada.
¿Qué es el destino sino lo que siempre está delante
y nada más que delante?
Si el manso animal que se acerca fuese consciente
como el humano, nos arrastraría a seguir
su paso. Pero su ser es para él
infinito, sin borde ni juicio
sobre su estado, puro como su mirada.
Y donde no vemos más que futuro,
él lo ve todo y en todo él se ve
y está a salvo para siempre.
Sin embargo sobre el animal cálido y alerta
gravita la inquietud de una gran melancolía.
Porque también padece del apego
a eso que al humano subyuga: el recuerdo
—como si aquello a lo que tendemos
con insistencia ya hubiese estado,
alguna vez, más próximo y leal, y el enlace
fuese dulzura infinita.
Aquí todo es distancia. Allá, todo era
respiración. Después del primer hogar,
el segundo aparece híbrido, azotado por los vientos.
Oh felicidad incomparable de la pequeña criatura
que en el seno que lo gestara permanece.
Oh la dicha del mosquito
que interiormente salta todavía
hasta en sus bodas: todo es seno materno.
Y la seguridad un tanto incierta del pájaro
que por su origen participa de lo ambiguo,
como si fuese el alma de un etrusco
al salir del muerto a quien el espacio recibe,
pero con la figura inmóvil como efigie.
Qué turbación la de quien debe volar
y procede de un regazo. Surca los aires
como si se agrietara una taza. Así la huella
del murciélago raya la porcelana de la tarde.
Y nosotros, espectadores, dondequiera
y en todo tiempo vueltos hacia todo
pero sin mirar la lejanía.
Las cosas nos abruman. Las ordenamos
y caen. Otra vez las ordenamos
y entonces también
nos despeñamos.
¿Quién nos ha hecho girar así, de modo
que hagamos lo que hagamos, siempre
quedamos en actitud de partir?
Como aquel que desde la última colina
contempla el valle por entero,
y una vez más se vuelve, se detiene,
se demora,
así vivimos: en despedida.
Rainer Maria Rilke, (Praga, 1875 - Val-Mont, Suiza, 1926), Elegías de Duino, Buenos Aires, Leviatán, Colección Poesía Mayor, 1997
Versión de Ferenc Ovary
Die achte Elegie
Rudolf Kassner zugeeignet
Mit allen Augen sieht die Kreatur/ das Offene. Nur unsre Augen sind/ wie umgekehrt/ und ganz um sie gestellt/ als Fallen, rings um ihren freien Ausgang./ Was draußen ist, wir wissensaus des Tiers/ Antlitz allein; denn schon das frühe Kind/ wenden wir um und zwingens,/ daß es rückwärts/ Gestaltung sehe, nicht das Offne, das/ im Tiergesicht so tief ist. Frei von Tod./ Ihn sehen wir allein; das freie Tier/ hat seinen Untergang stets hinter sich/ und vor sich Gott, und wenn es geht, so gehts/ in Ewigkeit, so wie die Brunnen gehen.// Wir haben/ nie, nicht einen einzigen Tag,/ den reinen Raum vor uns, in den die Blumen/ unendlichaufgehn. Immer ist es Welt/ und niemals Nirgends ohne Nicht: das Reine,/ Unüberwachte, das man atmet und/ unendlich weiß und nicht begehrt. Als Kind/ verliert sich eins im Stilln an dies und wird gerüttelt. Oder jener stirbt und ists./ Denn nah am Tod sieht man den Tod nicht mehr/ und starrt hinaus, vielleicht mit großem Tierblick./ Liebende, wäre nicht der andre, der/ die Sicht verstellt, sind nah daran und staunen.../ Wie aus Versehn ist ihnen/ aufgetan hinter dem andern... Aber über ihn/ kommt keiner fort, und wieder wird ihm Welt./ Der Schöpfung immer zugewendet, sehn/ wir nur auf ihr/ die Spiegelung des Frein,/ von uns verdunkelt. Oder daß ein Tier,/ ein stummes, aufschaut,/ ruhig durch uns durch./ Dieses heißt Schicksal: gegenüber sein/ und nichts als das/ und immer gegenüber.// Wäre Bewußtheit unsrer Art in dem/sicheren Tier, das uns entgegenzieht/in anderer Richtung –, riß es uns herum/ mit seinem Wandel. Doch sein Sein ist ihm/ unendlich, ungefaßt und ohne Blick/ auf seinen Zustand, rein, so wie sein Ausblick./ Und wo wir Zukunft sehn, dort sieht es Alles/ und sich in Allem und geheilt für immer.// Und doch ist in dem wachsam warmen Tier/ Gewicht und Sorge einer großen Schwermut./ Denn ihm auch haftet immer an, was uns/ oft überwältigt, – die Erinnerung,/ als sei schon einmal das, wonach man drängt,/ näher gewesen, treuer und sein Anschluß/ unendlich zärtlich. Hier ist alles Abstand,/ und dort wars Atem. Nach der ersten Heimat/ ist ihm die zweite zwitterig und windig.// O Seligkeit der kleinen Kreatur,/ die immer bleibt im Schooße, der sie austrug;/ o Glück der Mücke, die noch innen hüpft,/ selbst wenn sie Hochzeit hat: denn Schooß ist Alles./ Und sieh die halbe Sicherheit des Vogels,/ der beinah beides weiß aus seinem Ursprung,/ als wär er eine Seele der Etrusker, / aus einem Toten, den ein Raum empfing,/ doch mit der ruhenden Figur als Deckel./ Und wie bestürzt ist eins, das fliegen muß/ und stammt aus einem Schooß. Wie vor sich selbst/ erschreckt, durchzuckts die Luft, wie wenn ein Sprung/ durch eine Tasse geht. So reißt die Spur/der Fledermaus durchs Porzellan des Abends./ Und wir: Zuschauer, immer, überall, dem allen zugewandt und nie hinaus!/ Uns überfüllts. Wir ordnens. Es zerfällt./ Wir ordnens wieder und zerfallen selbst./ Wer hat uns also umgedreht, daß wir,/ was wir auch tun, in jener Haltung sind/ von einem, welcher fortgeht? Wie er auf/ dem letzten Hügel, der ihm ganz sein Tal/ noch einmal zeigt, sich wendet, anhält, weilt –,/ so leben wir und nehmen immer Abschied.
Die achte Elegie
Rudolf Kassner zugeeignet
Mit allen Augen sieht die Kreatur/ das Offene. Nur unsre Augen sind/ wie umgekehrt/ und ganz um sie gestellt/ als Fallen, rings um ihren freien Ausgang./ Was draußen ist, wir wissensaus des Tiers/ Antlitz allein; denn schon das frühe Kind/ wenden wir um und zwingens,/ daß es rückwärts/ Gestaltung sehe, nicht das Offne, das/ im Tiergesicht so tief ist. Frei von Tod./ Ihn sehen wir allein; das freie Tier/ hat seinen Untergang stets hinter sich/ und vor sich Gott, und wenn es geht, so gehts/ in Ewigkeit, so wie die Brunnen gehen.// Wir haben/ nie, nicht einen einzigen Tag,/ den reinen Raum vor uns, in den die Blumen/ unendlichaufgehn. Immer ist es Welt/ und niemals Nirgends ohne Nicht: das Reine,/ Unüberwachte, das man atmet und/ unendlich weiß und nicht begehrt. Als Kind/ verliert sich eins im Stilln an dies und wird gerüttelt. Oder jener stirbt und ists./ Denn nah am Tod sieht man den Tod nicht mehr/ und starrt hinaus, vielleicht mit großem Tierblick./ Liebende, wäre nicht der andre, der/ die Sicht verstellt, sind nah daran und staunen.../ Wie aus Versehn ist ihnen/ aufgetan hinter dem andern... Aber über ihn/ kommt keiner fort, und wieder wird ihm Welt./ Der Schöpfung immer zugewendet, sehn/ wir nur auf ihr/ die Spiegelung des Frein,/ von uns verdunkelt. Oder daß ein Tier,/ ein stummes, aufschaut,/ ruhig durch uns durch./ Dieses heißt Schicksal: gegenüber sein/ und nichts als das/ und immer gegenüber.// Wäre Bewußtheit unsrer Art in dem/sicheren Tier, das uns entgegenzieht/in anderer Richtung –, riß es uns herum/ mit seinem Wandel. Doch sein Sein ist ihm/ unendlich, ungefaßt und ohne Blick/ auf seinen Zustand, rein, so wie sein Ausblick./ Und wo wir Zukunft sehn, dort sieht es Alles/ und sich in Allem und geheilt für immer.// Und doch ist in dem wachsam warmen Tier/ Gewicht und Sorge einer großen Schwermut./ Denn ihm auch haftet immer an, was uns/ oft überwältigt, – die Erinnerung,/ als sei schon einmal das, wonach man drängt,/ näher gewesen, treuer und sein Anschluß/ unendlich zärtlich. Hier ist alles Abstand,/ und dort wars Atem. Nach der ersten Heimat/ ist ihm die zweite zwitterig und windig.// O Seligkeit der kleinen Kreatur,/ die immer bleibt im Schooße, der sie austrug;/ o Glück der Mücke, die noch innen hüpft,/ selbst wenn sie Hochzeit hat: denn Schooß ist Alles./ Und sieh die halbe Sicherheit des Vogels,/ der beinah beides weiß aus seinem Ursprung,/ als wär er eine Seele der Etrusker, / aus einem Toten, den ein Raum empfing,/ doch mit der ruhenden Figur als Deckel./ Und wie bestürzt ist eins, das fliegen muß/ und stammt aus einem Schooß. Wie vor sich selbst/ erschreckt, durchzuckts die Luft, wie wenn ein Sprung/ durch eine Tasse geht. So reißt die Spur/der Fledermaus durchs Porzellan des Abends./ Und wir: Zuschauer, immer, überall, dem allen zugewandt und nie hinaus!/ Uns überfüllts. Wir ordnens. Es zerfällt./ Wir ordnens wieder und zerfallen selbst./ Wer hat uns also umgedreht, daß wir,/ was wir auch tun, in jener Haltung sind/ von einem, welcher fortgeht? Wie er auf/ dem letzten Hügel, der ihm ganz sein Tal/ noch einmal zeigt, sich wendet, anhält, weilt –,/ so leben wir und nehmen immer Abschied.
---
Foto: Rilke, c. 1905 Bildarchiv Preußischer Kulturbesitz
Así vivimos, expulsados, Irene
ResponderBorrardas ist aber zärtlich, süss, tief!...
ResponderBorrarvielen herzlichen dank,
brenda
und eine gute Übersetzung auch!