"Y Asiné..."
Ilíada, II, 560
Todas las mañas bordeamos la acrópolis
primero del lado de la sombra, donde el mar
verde y sin destellos, como un pavor real muerto,
nos acogió bajo un tiempo sin fallas.
Las venas de la roca bajaban de lo alto,
desnudas cepas retorcidas, animadas por
el roce del agua, y el ojo mientras las seguía
luchaba por escapar del vaivén fastidioso
perdiendo fuerza a cada instante.
Del lado del sol una playa abierta, enorme,
y la luz pulía diamantes en las altas murallas.
Ninguna criatura viva, ni siquiera las torcazas,
ni el rey de Asiné, a quien buscamos desde hace dos años,
desconocido, olvidado de todos, también por Homero,
tan solo una palabra -y aún incierta- en la Ilíada,
arrojada allí como una máscara de oro funeraria.
La tocaste, ¿recuerdas su sonido? Hueco en la luz
como tinaja vacía en la tierra excavada;
y el mismo ruido del mar en nuestros remos.
El rey de Asiné un vacío bajo la máscara,
y en todas partes con nosotros,
junto a nosotros siempre bajo un nombre:
"Y Asiné... y Asiné..."
Y sus hijos, estatuas,
y sus anhelos, aleteos de pájaros, y el viento
en el espacio de sus cavilaciones, y sus naves
fondeadas en un puerto invisible;
bajo la máscara, un vacío.
Tras los ojos enormes, los labios curvados, los bucles
en relieve sobre la tapa de oro de nuestra existencia,
un punto oscuro viaja como un pez
en la paz de alta mar y de la aurora, y lo ves:
un vacío que ya no nos abandona más.
Y el pájaro que voló con el ala quebrada,
el invierno pasado, albergue de la vida,
y la joven mujer que partió a jugar
en los colmillos del verano,
y el alma que llorando buscó el averno
y el país como la gran hoja de plátano
que arrastra el torrente del sol
con las ruinas de antaño y la tristeza de hoy.
Y el poeta se retrasa mirando las piedras y preguntándose:
¿acaso existe
entre estas líneas despedazadas, estas crestas, estos picos,
estas puntas convexas, cóncavas?;
¿acaso existe
allá donde se cruzan las rutas de la lluvia, del viento y la erosión?,
¿existe el movimiento del rostro, la silueta de la ternura
de aquellos que extrañamente se fueron borrando de nuestras vidas,
de aquellos que se quedaron, como sombras de olas
y pensamientos en la infinitud del mar?
O quizá no, no queda nada sino tan sólo el peso,
la nostalgia del peso de una existencia viva,
allí donde permanecemos ahora, sin sustancia e inclinándonos
como las ramas del sauce siniestro
apretadas en la larga desesperación
mientras que la corriente amarilla arrastra
lentamente los juncos arrancados del barro,
imagen de un rostro pétreo
con la certeza de una amargura eterna.
El poeta, un vacío.
El sol ascendía, combatía con su escudo
y desde el fondo de la gruta un murciélago asustado
golpeó contra la luz como la flecha en un escudo:
"y Asiné... y Asiné...". ¿No era él, entonces, el rey de Asiné
que con tanto esmero buscamos en esta acrópolis
rozando a veces con nuestros dedos las piedras que él mismo pudo tocar?
Asiné, verano de 1938-Atenas, enero de 1940
Yorgo Seferis (Urla, Esmirna, 1900-Atenas, 1971), versión de Arturo Carrera, sobre la traducción al francés de Jacques Lacarrière, en El nombre del rey Asiné, de Yves Bonnefoy, editorial Huesos de Jibia, Buenos Aires, 2010
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Ilustración: Figura rinoceróntica del Ilisos de Fidias, 1954, Salvador Dalí
Tan hermoso...
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