Notan a poco andar los viajeros que el mayoral y los postillones escrudiñan con señalada insistencia el lado del sur, y como la curiosidad es de rápido contagio, todas las miradas se clavan en el horizonte, a través de un campo abierto, inmenso, triste, solitario.
Son las doce del día. Arde un sol de estío que rarifica el aire y puebla de lagos y de paisajes isleños el desierto.
La atmósfera tibia parece inmóvil; no siente un soplo consolador, y la calma y el solemne silencio imponen una sensación extraña a los espíritus, preocupados por la contemplación del sur.
Nada ven los pasajeros. ¡Todo lo ven, sin embargo, el mayoral y los postillones!
-El campo está en movimiento -ha dicho aquél, con voz sombría, y a la vez saca de abajo de su poncho un enorme y amarillo naranjero, con el morral de balas y de pólvora.
De cuando en cuando cruzan en desesperada carrera bandadas de avestruces y tropillas de gamas, como si un enemigo terrible amenazara la libertad grandiosa con que viven en los campos. Vuelan aves del sur hacia las comarcas del oriente y aparecen en los caminos las copetudas martinetas que huyen del lejano pajonal.
Tal es el "movimiento del campo" en la lengua singular y viril de los desiertos meridionales de la República Argentina; y este movimiento se produce siempre por la presencia tumultuosa del hombre: las invasiones de los indios y las boleadas de avestruces.
(...)
Diez minutos más y la zozobra es completa: una gruesa columna de polvo se levanta a la izquierda, hacia el sudoeste. El mayoral sube a la tolda y examina de pie. La galera rueda vertiginosamente. Los postillones clavan la espuela en sus caballos por instinto y precipitan el aire de marcha. El vigía desciende y clama con aire grave:
-¡Castiguen, muchachos! Están como a dos leguas... y podemos ganar la Cabeza del Tigre... Carguen las armas, señores...
Estanislao S. Zeballos, Callvucurá, Painé, Relmu. Ediciones El Elefante Blanco, Buenos Aires, 2007
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