Primero fue la historia del niño que cazaba dinosaurios
en el sótano del vecino,
dinosaurios diminutos, como vistos a la distancia,
y los guardaba en una jaula en su propio sótano,
detrás del anaquel de historietas que le había dejado su padre.
La envié al concurso de Andrómeda, pero los jueces la encontraron inverosímil,
ellos, que habían premiado los gusanos de Duna
y los ángeles mecánicos de Pohl,
con alas llenas de células fotoeléctricas!
Mi maestro era el hombre de Illinois, que hacía crecer
en los sótanos hongos extraterrestres
y que no se olvidaba de las brujas por venerar tan sólo artefactos y escombros.
Entendí que la ficción podía olvidar estos actuales éxtasis electrónicos,
sus golems de chatarra,
y soñar otras cosas, la muerte de la razón,
el retorno de las bestias sagradas.
Así escribí aquel libro sobre las religiones del futuro,
y lo envié a los jueces de Nébula,
pero hallaron que aquello no era ciencia ficción
sino fantasías tecnológicas,
no había allí suficiente óxido, ni energía nuclear, ni rayos
desagregadores de la materia, ni venusinas metálicas de ojos violeta.
Recuerdo aquella noche en que encontré a Asimov en en una recepción en Manhattan;
amablemente me dijo que había leído mi novela, y que no era
una obra sobre el futuro sino sobre el paleolítico,
aunque conmovedora y sincera en su vistosa ingenuidad.
Recordaba el momento en que Nara, la heroína,
habla a las mujeres de la aldea
y les advierte que los hombres están conspirando una locura con el tiempo,
un proceso de competenencias y acumulaciones y metamoforsis.
Me dijo que ella ha debido usar el nombre real de ese proceso,
y llamarlo La Historia.
Esa sola palabra remota, añadió, habría bastado,
con su terrible carga de siglos y de guerras,
para situar la novela en un futuro vertiginosamente lejano,
donde lo recordado como un malestar antiquísimo
apareciera como posibilidad y amenaza.
Yo le confesé que en el manuscrito ella pronunciaba esa palabra,
pero comprendí que recordarla situaba demasiado cerca el relato,
en una edad sobre la que todavía gravitaba la furia de estos treinta siglos.
Le dije que toda nuestra ciencia ficción, al hablar del futuro,
permanecía atrapada en los vicios mentales
del tiempo en que fue escrita,
limitada por ellos,
que el improbable porvenir los leería a él y a Pohl y a Lem,
y al terrible K. Dick, y a Ballard y a Heinlein,
como delicados y apasionados narradores de cuadros de costumbres,
embelesados por la actualidad, incapaces de imaginar un futuro
en el que ya no impere nuestro orden mental,
sus esferas toloméicas, su doble mundo platónico,
su teleraña cartesiana, sus hegelianas acumulaciones,
los magnetos de Newton, las cósmicas cavernas de Einstein,
labradas con espejos enfrentados que se desplazan.
Le dije que mi novela estaba llena de Dioses pero que él no podía verlos
porque florecían en los signos de puntuación
y en las terceras y cuartas acepciones de las palabras.
Agregué que temía que los seres para quienes fue escrita no nacerían jamás,
y él se despidió felicitándome por mi humor irónico y por mi fantasía de salón,
más admirable, me dijo, que la que había consignado en las páginas.
Y yo me quedé pensando en los tiempos en los que ya no habrá literatura,
ni grandes autores, ni jueces, ni Nébula,
cuando la poesía brotará de las almas con fluidez, como maldición o plegaria;
en esos tiempos prometidos, cuando las amenazas y las tentaciones de La Historia
no nos aparten más de la contemplación
de los inmejorables jazmines eternos.
William Ospina (Padua, Tolima, Colombia, 1954), Norte y sur de la poesía iberoamericana, Verbum, Madrid, 1997
entonces... una manera de contemplar la rosa, o de decirla, o de pulverizarla. y así...
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