I
Empujando la carreta donde van los heridos
alejándose del campo de batalla, de la historia
y de todo recuerdo
el médico con su guardapolvos embarrado
bufa y grita y golpea los caballos y los ayudantes
y algún herido que ha bajado del carromato a ayudar
porque ama los hombres
que lleva de cualquier modo, algunos moribundos, otros
quejándose a gritos o llorando quedo,
y los lleva como si sobre sus hombros los llevara
porque le han encargado que los salve
a él, que nunca hizo nada, ni les dijo ni les pidió ni les mandó
que fueran allá, donde la batalla arrecia
y los muertos se apilan, y se apilan los heridos
en espera del médico
que debe sacarlos de allí
a toda prisa
para salvar acaso uno, o dos, cualquiera,
cuando haya tiempo
de mirarlos.
II
Cuando vamos por los pastos, cuando
vamos por los pastos y llevamos el ganado
a encerrar
lejos y la tarde,
y la tarde es cálida y olorosa, nuestros pasos
son blandos y largos y seguros
en la tierra negra
abonada por los hombres
enterrados malamente
por aquí y por allá
en túmulos que los años han ido borrando
y si nuestros padres no sembraron
y si nuestros abuelos evitaron el paso
nosotros no, los hollamos
con alegría
al terminar la jornada y llevar el ganado
sobre los muertos
sobre los muertos
en la tierra.
Así ha sido siempre, ¿no?
III
Los cocineros se cruzan de brazos y miran,
miran los humos
que se elevan lejos, el humo de la fusilería
y los obuses y de las granjas quemadas
y las cosas rotas,
y los cocineros no hacen nada más
que cruzarse de brazos y mirar
y a veces calcular
si habrá que hacer comida mañana
y cuánta,
ellos no corren hacia las balas,
hacia los fusiles, ellos preparan
los guisos y las sopas
y a veces, es cierto, han sido sorprendidos
por las balas, o se han defendido
con bayonetas o sartenes negras,
pero las más de las veces juiciosamente
huyen por sus vidas y eluden
la metralla
para estar joviales
unos días después
con el cucharón
y siendo generosos con el soldado bisoño
que come con hambre verdadera
y avaros con el otro, el que los mira con rencor
y se queja de todo
cuando debiera ser agradecido
por el guiso grasiento
y el nuevo día.
IV
Cuando volvemos a casa,
porque siempre ha habido
quien ha podido volver, y ahora
nos toca eso,
como nos tocó ayer otra cosa,
queremos, ilusos a más no poder,
los que no guardamos ilusión alguna,
queremos que nuestras esposas sean
las que salieron a saludar cuando nos fuimos,
que es decir
nosotros queremos ser los que nos fuimos,
pero no,
volvimos,
y eso somos y seremos
para ellas, pobres
de ellas, pobres
de nosotros.
V
Todos tenemos sueños, todos
soñamos
con los ojos abiertos
mientras marchamos de aquí para allá
y marchamos sin ver
más que aquello que soñamos,
lavarnos los pies, beber
agua fresca, entrar en una mujer
y en una aldea y buscar
en una casa rota
las monedas que esconden o aferran
en las manos muertas,
o hacer una familia
con la hija de un granjero, aquella
gorda y jovial, o la otra que corría
las rodillas desnudas y ágil en la nieve,
todos soñamos y hacia la noche,
cuando muchos parecen dormir y otros
tienen los ojos abiertos y vaciados
nuestros sueños
se evaporan como el aliento que tuvimos
y se pierden arriba
y le dan forma al mundo.
[inédito]
Miguel Gaya (Ayacucho, Argentina, 1953)
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Foto: Miguel Gaya, costa de Normandía, 2019. Gentileza del autor
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