La mano
Las líneas que cruzan la palma de la mano
tejen una alfombra de hilos cruzados,
triángulos y montes. Estos huesos cubiertos,
los abismos y las venas, las tormentas
y el pergamino ajado y brillante de la piel,
allí, sobre la palma de la mano, parecen decir algo,
llamarnos hacia el fondo de seres queridos,
de tardes anteriores, hacia el rostro
de la pequeña muerta
cuyas mejillas estarán ya caídas en el polvo;
y nos quedamos mirando allí
las hojas de la vida y de la muerte. El pálido
amarillo de las caras que ya no tenemos,
el odio o la miseria enredados
bajo estas aguas casi soñadas, bajo el tejido
astral y señalado que en un momento cae
como un relámpago sobre la memoria, y dice cosas
que ella sola descifra adentro del cuerpo,
de las distintas personas, de la sal, del agua,
y de la sangre
circulando por nosotros, y dice algo, algo
que ya hemos olvidado.
Una estrella se ha formado en la palma
de la mano, en la noche ha surgido
Y cruzando el cielo
ha desaparecido.
Los paraísos del cementerio de Gualeguay
Fuimos tomados de la mano, bajo los paraísos
al lugar donde un día enterrarán mi cuerpo,
sumergidos en preguntas y silencios, dulces aguas,
la vida sonreía, y el otoño
derribaba sus hojas y sus flores
entre el canto de los pájaros.
Bella luz, gracia caída en medio de los cuerpos,
la muerte impulsa sus dedos victoriosos
sobre nuestros ojos, viajeros de la dicha.
Desde la infancia llevamos los días
como burbujas de inmensas llanuras,
de infinitos sueños, hasta que la infinitud
se abre, dentro nuestro.
Desde el nacimiento, desde los vientres germinados
esparcimos las semillas henchidas y fragantes,
y el no morir del todo está en nosotros
como un grito, o el destello de un hambre insatisfecha
hasta el amor, como estos árboles eternos
que contemplan el suave descenso de las estaciones
sobre el canto de sus flores celestes,
caídas entre tumbas
y vueltas al vientre de la tierra creadora
y del Dios
que las convierte en lecho de nuestro sueño, en ella.
Oración en el alma del poeta
Oh, Señor, te ruego
envíes a mi alma, tan turbia a veces,
el aliento celeste de los linares
o la maravilla que limpia y purifica.
Y limpies, Señor, mis palabras y antes el pecho
de donde vienen, y que él sea manso y dulce
hasta restituir la perdida evidencia
de las cosas que nombra
cuando no reposa en el grave silencio.
Y así, Señor, quiero una canción de alabanza
no tan numerosa
como verdadera, y en ella estar siempre, siempre,
iluminado de amor, en cuerpo terrestre
y en verdor eterno.
Alfredo Veiravé (Gualeguay, Argentina, 1928- Resistencia, Argentina, 1991), vía Carles Tàvec
Editorial Norte Argentino,
Resistencia, Chaco, 1959
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