a Álvaro Valverde
Un nombre,
un oficio:
Wenzel la mensajera.
Entre Weimar y Jena,
de pueblo en pueblo,
es ella quien reparte bultos,
paquetes de alimento y provisiones.
El correo ducal no es de fiar
y las sillas de posta
van muy lentas.
En invierno, la nieve
y las heladas,
cuando no el barro,
vuelven impracticables los caminos.
Entre Schiller y Goethe
es ella quien despacha cartas,
versos,
obsequios imprevistos,
–una piedra de colección, tal vez,
o pliegos de revistas.
Ahora debe esperar
a que el gran consejero
termine su respuesta
y medite el regalo más idóneo
para el poeta amigo.
Sentada en la cocina,
la mensajera Wenzel
bebe un poco de caldo
y deja que las llamas la cortejen
con su olor a comida, a leña seca,
a niñez.
La sangre ha vuelto a sus mejillas
y las manos sostienen el cuenco sin urgencia,
como acunándolo.
Fuera
queda una marcha de seis horas
y el canasto que ha de llevar a hombros
pesa cincuenta kilos.
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Foto: Luis Burgos/Zenda
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