Meditando en los años
recuerdo
cómo los hogares vivieron esperando,
cómo las tormentas del cuarenta y uno
se abatieron sobre la pequeña estación Zimá.
No me cayó, por cierto,
el maná del cielo.
Por aquel tiempo
me congelaba
aguardando en las colas.
Mamá estaba en el frente
y yo vivía solo con mi abuela
que era una autoridad del soviet local.
Cubierta la cabeza con su viejo pañuelo,
botas de hombre,
capote militar
y un viejo portafolios bajo el brazo.
Abarcando toda la maldad del mundo
me hablaba con odio
de un desertor capturado
y de los que robaban
el cereal.
Su palabra asustaba
cuando la saludaban,
y por algo le huía
el borracho contable.
Pero a veces,
a la hora de la breve pausa,
comenzaba de pronto a cantar
mientras avivaba el fuego.
Junto con mi banda de la estación Zimá
me sentaba con mis compañeros.
Ella contaba con voz alegre y doliente,
con una ansiosa lejanía en los ojos,
de huelgas,
de victorias,
de luchas clandestinas,
de cárceles
y amigos fusilados.
Furiosa la tormenta golpeaba la ventana,
pero,
quitándose los lentes
montados en carey,
nos cantaba suavemente
sobre la gran batalla final.
Le hacían eco
y brillaban asombrados
los ojos de la impaciente compañía.
En Siberia los chicos cantaban la “Varsoviana”
y los alemanes
se retiraban de Moscú.
Evgeni Evtushenko (Zima, Rusia, 1932-Tulsa, Estados Unidos, 2017), No he nacido tarde, Ediciones La Rosa Blindada, Buenos Aires, 1967
Traducción de José Luis Mangieri
Envío de Jonio González
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