viernes, noviembre 01, 2013

Orlando en verso y prosa, IX

1. La tragedia de Olimpia


¿Hay un corazón que el amor no pueda
dominar, despiadado Amor, traidor,
si a Orlando pudo arrebatar del pecho
la fe que le debía a su señor?
Fue sabio Orlando, y pleno de respeto,
y de la Santa Iglesia defensor;
por un vano amor olvidó al monarca,
a sí mismo, a Dios y cuanto Él abarca.




Lo excuso a pesar de todo y me alegro
de tener un par tal con mi defecto;
también soy en el bien lánguido y débil,
sano y dispuesto si debo ir al mal.
Orlando se va vestido de negro;
no le pesa dejar a sus amigos.
y pasa donde, de África y España,
la gente pernoctaba en la campaña;

incluso no en tiendas, sino debajo
de árboles: los esparció la tormenta
de a diez, de a veinte, o de a cuatro, ocho, siete;
y cerca o lejos todos se cubrieron.
Cada uno duerme roto de fatiga,
tendido entero o con algún respaldo.
Duermen, y con Orlando no se apura
su espada Durindana en la cintura.

Para Orlando, exquisito noble, quien domina varios idiomas occidentales y orientales, el árabe sobre todo, no resulta difícil -de negro y embozado- preguntar aquí y allá por Angélica. Pero los moros no la han visto. Decide pues explorar un poco la comarca, y termina por recorrer toda Francia, cada vez más lejos de los campos de batalla. Se le va en esto un invierno, cuanto menos, y una primavera. Va desde Bretaña a la Provenza, y desde Picardía hasta la frontera española. Sólo encuentra, como era de esperarse, dificultades. Y estas dificultades son desvíos de su objetivo que, misteriosamente, terminan por acercarlo a Angélica.
En un río imposible de cruzar a caballo encuentra a una dama a bordo de un bote. Ella le dice que puede transportarlo a la otra orilla, pero antes debe ayudar al rey de Hibernia a liberar de un antiguo mal a una isla remota, Ebuda. Tan remota como la de Hibernia, ambas en el Mar del Norte. En aquella isla, la gente tiene la mala costumbre de sacrificar doncellas a un monstruo marino.
Por cierto, Orlando, igual que su primo Reinaldo, no tolera las injusticias y, en menos de lo que se tarda en decirlo, está en Saint Malo; allí se hace de un barco con la idea de partir hacia las islas irlandesas. Antes de que pueda llegar siquiera a Inglaterra, lo espera un nuevo desvío. La tormenta lo arrastra hasta una playa cercana a Amberes, en donde mora una noble mujer exiliada. Es Olimpia, la hija del conde de Holanda, ya muerto, como sus dos  hijos varones, por obra del rey de Frisia, quien dispone de un arma terrible que vomita fuego.
Pretendía el rey de Frisia que la doncella se casase con su hijo, pero el corazón de ella pertenece a Bireno, noble de Zelanda,  quien partió rumbo a Vizcaya a combatir a los moros. Ofendido por el rechazo, el frisón entró a sangre y fuego en Holanda.
Narra la dama:

"Además de robusto y muy forzudo,
que pocos como él suelen encontrarse,
es como nadie astuto para el mal:
fuerza para el ardid también la tiene.
Lleva asimismo un arma que la gente
de cierta edad no había visto nunca:
un fierro oscuro, como de una braza,
donde va polvo y una bala calza.

"Con fuego detrás, en el tubo negro,
toca una rendija que se ve apenas,
como hace el médico antes de ligar
una vena en la que después opera,
por lo que se produce tal estruendo
como el que provocan trueno y relámpago.
No menos que por donde el rayo pasa,
cuanto alcanza lo incendia, abate, arrasa.

"Puso dos veces nuestro campo en fuga
con este truco, y mató a mis hermanos;
uno en el primer asalto: la cota
atravesó, y el corazón, la bala.
Luego, en la otra, al segundo que escapaba
de un disparo logró llevarle el alma:
de lejos y a traición le disparó,
y con la bala el pecho le partió.

"Defendiéndose más tarde mi padre,
dentro de un castillo que le restaba,
pues ya había perdido los demás,
lo hizo, de otro tiro, perder la vida;
mientras andaba desde un sitio al otro,
disponiendo acciones de la defensa,
igual entre los ojos fue alcanzado
por ese fierro avieso disparado. "

La dama, prisionera del invasor y casada con su hijo, no perdió el tiempo. Con el aporte de un fiel servidor, le cortó el cuello a su marido, mientras el otro lo apuñalaba. Pudo huir, pero el déspota había en tanto capturado a su amante en una batalla naval. Lleno de odio por el asesinato del príncipe, el rey frisón dio un año de plazo para que la doncella se presentase y diera su vida a cambio de la de Bireno. Ella no teme ahora la muerte para que su amor viva, sino que el frisón no cumpla la promesa y los atormente y mate a ambos no bien ella se presente.


2. Una acción fulmínea de Orlando


Todo paladín, hemos dicho, reacciona como un resorte no bien se le narra una injusticia. Sobre todo si una dama es la víctima. Olvidando pues, por el momento, a las muchas otras doncellas que mueren día a día en boca de un monstruo marino en una lejana isla de Irlanda, Orlando embarca con la holandesa. El propósito de Olimpia no es que el caballero asegure su vida, sino la de su amante cuando el sacrificio de ella se haya cumplido. Orlando no la deja, empero, bajar de la nave cuando llegan a tierra. Él se hará cargo del asunto.
En las puertas de la ciudad, Orlando clama por la presencia del rey, para ajustar cuentas mano a mano. Mientras el rey es llamado, un cortesano le da charla, y treinta frisones salen por otra puerta para cercarlo por detrás.

El paladín de Anglante, cuando cerca
vio aquella gente armada, bajó el asta;
y uno en ella, y luego otro, los ensarta;
luego otro, y otro más, como muñecos;
y al fin seis tiene en fila atravesados;
y como no le basta para siete,
el séptimo, ya herido, queda afuera,
sin que tal cosa impida que se muera.

No de otro modo cerca de los márgenes
de canales y fosas a las ranas
el buen cazador las traspasa juntas
y una con otra se las lleva todas,
sin darse prisas hasta que completa
de una punta a otra el largo del arpón.
La grave lanza Orlando arroja presto;
con espada va ahora por el resto.

Inútil la lanza, esa espada lleva
que jamás fue por él blandida en vano,
y a cada golpe de tajo o de punta
derribó hombres de a pie o de a caballo;
donde tocó, siempre tiñó de rojo
lo que era blanco o azul, negro o amarillo.
Se duele el rey Cimosco, que su fuego
lo dejó para usarlo en otro juego.

Huye el frisón, y Orlando no puede seguirlo, pues ha elegido para esta pelea un caballo demasiado pesado. El rey llega a su arma letal  en tanto la ciudad se alza contra el monarca. Éste prosigue su huida y la ventaja que le da su cabalgadura le permite llegar a un monte cercano y preparar una emboscada. Cuando Orlando se aproxima con su lento caballo, dispara.

Detrás relampaguea igual que un rayo
y por delante escupe y manda trueno.
Tiemblan muros y bajo el pie el terreno;
el cielo suena con el estampido.
La candente flecha que pasa todo
lo que sale a su paso y no perdona,
silba estridente, pero como quiere
el cruel tirador esta vez no hiere.

Tal vez por la prisa, o por el deseo
de matar a aquel barón, erra el tiro;
o tal vez su corazón tiembla tanto
que da temblor al brazo y a la mano;
o la voluntad divina no quiere
que su campeón caiga de este modo:
cierto es que la bala a la bestia acierta,
la que rueda por tierra y queda muerta.

Caen a tierra el corcel y el jinete:
la oprime uno, la toca el otro apenas.
Se levanta tan diestro y tan ligero
que parece con más aliento ahora.
Como el libio Anteo, siempre más fiero, *
se alzaba aún de la tocada arena,
así parece, y que la fuerza cuando
tocó tierra, se redobló en Orlando.

El rey de Frisia, horrorizado ante el rostro de Orlando, que hubiese hecho temblar hasta al mismísimo Marte, se da a la fuga. Pero esta vez corren ambos a pie, y el paladín -imbuido de sagrada furia- es más veloz que una saeta.

…y aquello que no pudo Orlando antes
hacer de a caballo, a pie logra hacerlo.
Lo sigue tan veloz que no querría,
el que no lo ve, creerlo realmente.
Lo alcanza en corto espacio y sobre el yelmo
levanta el filo duro y la cabeza
le parte hasta el cuello de un solo tajo;
vencido lo oye agonizar debajo.

Liberado Bireno por el pueblo, sus tropas invaden la ciudad. Holanda es liberada y Olimpia se reúne con su amante.
Orlando decide partir sin escalas hacia la isla de Ebuda. Lleva consigo el arma diabólica del rey de Frisia, pero la arroja en medio del mar “para que por ti no dejen de ser ardidos los caballeros y nunca más el malo se envanezca”, designio que, sabrán ya, no se cumplió.
Orlando ha tenido el presentimiento de que Angélica puede estar entre las doncellas destinadas al monstruo marino. No piensa detenerse ni siquiera en Hibernia, donde se prepara una armada contra la isla maldita. Nunca se sabe: esto podría significar otro desvío.
Pero dejémoslo por ahora en el mar, porque no quiero que las bodas de Olimpia y Bireno se celebren sin nosotros. Eso les disgustaría, lo sé. No imaginemos aún nada que pueda disturbar la fiesta en Holanda, y la que se prepara en Zelanda. De esto hablaré en el próximo canto si quieren oírme.

Ludovico Ariosto (Reggio Emilia, 1474-Ferrara, 1533), Orlando furioso, 1532; Einaudi, Turin, 1992
Versión de Jorge Aulicino


* El gigante mitológico, hijo de Poseidón y Gea, la tierra. Anteo cobraba fuerzas cuando era derribado. Vivía en Libia y desafiaba a quien pasase por su comarca. Heracles logró vencerlo cuando se dio cuenta de que el gigante recibía, al caer, la energía de su madre; lo alzó y le impidió tocar el suelo, hasta que logró destruirlo con su abrazo.

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