viernes, mayo 07, 2021

Yannis Ritsos / De "La casa muerta"
















(De toda la familia, quedaron sólo dos hermanas, y una de ellas enloqueció.
Imaginó que su casa había sido trasladada cerca de la antigua Tebas o, más bien,
a Argos. Confundía la mitología, la historia y su vida privada, el pasado y el
presente, no el futuro. Sólo eso. Más tarde volvió en sí. Y es ella la que me hablaba
esa tarde que les traje un mensaje de su padre, desde el extranjero. La otra no se
hizo presente en absoluto. De vez en vez, solamente, se escuchaba un suave 
caminar con pantuflas en el cuarto contiguo, mientras la mayor hablaba.)


(Fragmentos)

en otros días, en bodas, en bautizos, en fiestas, en cumpleaños, 
en días de triunfo y glorias, cuando el mensajero lleno de polvo 
caía acezando en esta escalera 
y besaba el mármol y lloraba 
y anunciaba con una voz varonil, algo ronca, 
extraña en la resaca de su postrer sollozo;

y los sirvientes de la casa y algunos viejos de paso 
escuchaban apretujados en la columnata 
y las sirvientas en las puertas con sus delantales levantados hasta los ojos 
y nuestra madre, la patrona, en el medio del zaguán 
y la nodriza a su lado como encina quemada por el rayo 
y más allá el institutor, amarillo como cera entre su rala barba, 
todo entero como una mano sin carnes, agarrada a las cuerdas de un arpa 
y las niñas pequeñas inmóviles en las ventanas, 
escondidas detrás de sus sueños y de sus sospechas, 
escuchando y no entendiendo, 
observando la bella inclinación de la rodilla del mensajero, 
su joven barba castaña y sus negros cabellos, 
rizados y costrosos por el sudor y el polvo 
y una rama de espino enganchada en su túnica – De modo 
que los bosques caminan y las mesas se levantan como caballos en sus dos patas, 
y los trirremes pasan por encima de los árboles con el crepúsculo 
y los remeros se inclinan y se yerguen se inclinan y se yerguen, se inclinan 
     y se yerguen,
por cierto, al ritmo del amor; y los remos 
son mujeres desnudas colgadas de sus cabellos 
que palpitan y se agitan brillando dentro del mar 
hasta que tras los trirremes se marca la espuma de la 
     galaxia. De modo que entonces – 


El mensajero anunciaba la brillante victoria 
entremedio de mil y tantas muertes  – aparte de los heridos –  
anunciaba en fin, la llegada del Señor 
con mucho botín y banderas y carros y esclavos 
y una herida en medio de la frente – decía – 
como un nuevo, excelso ojo, desde donde vigilaba la muerte, 
y ahora el Señor veía hasta dentro de las entrañas 
de los paisajes, de las cosas, de los hombres, 
como si todo fuera de vidrio transparente y leía libremente 
el ritmo de nuestra sangre, nuestros deseos, nuestro destino, 
las venas de oro que fluyen en las piedras, 
y la ramas del carbón extendidas en la oscuridad subterránea 
y los nervios plateados del agua ramificados dentro de las rocas 
y los pequeños calofríos de la culpa bajo las ropas y la piel.

Todos oían (igual nosotros) como petrificados, 
inquietos todos y curvados y sin lágrimas 
como si fueran ya de vidrio 
y todos los vieran y se vieran ellos a sí mismos 
con su desnudo esqueleto en el vidrio, también de vidrio, 
frágil, sin refugio alguno ya. Y sin embargo

en esta total ausencia de resguardo, 
en esta mortal debilidad, 
en esta transparencia sin sombras

se sentían de pronto apaciguados, desarmados 
en la infinitud de la transparencia, también ellos infinitos, 
como inmaculados en medio del pecado general, 
todos como hermanos en soledad general de la enemistad recíproca, 
como armados de lo inerme del hombre, 
bella y gentilmente vestidos de la desnudez universal.


(...)

Una lechuza voló bajo, sobre el atrio, 
a pesar de que aún era temprano en la tarde – 
no había anochecido y la sombra de la lechuza se marcó indeleble, 
exactamente sobre la entrada (aún existe). Las sirvientas corrieron adentro. 
La señora olvidó engalanar a sus hijos. Entró al baño. 
Lo llenó de agua caliente y no se lavó. Al poco 
se encerró en su cuarto y se pintó al espejo 
roja, roja, púrpura, como máscara, como muerta, como estatua, 
como asesina o como ya asesinada. Y el sol se ocultaba a lo lejos 
amarillo y encendido como adúltero coronado, 
como usurpador dorado de un poder ajeno, 
salvaje en su cobardía y temible en su miedo, 
mientras sonaban desquiciadas las campanas en todo el país


(...)


Por las noches si una mujer se atrasaba 
lavando aún en el río y se oía el golpe del palo 
sobre los tejidos blandos, empapados, nadie decía 
que un cuchillo se entierra en la carne 
ni que cierran una trampa secreta 
ni que lanzan por la ventana norte un cadáver al foso – simplemente decían 
que un palo golpea en la ropa 
además por el sonido distinguían 
si era lana o algodón o lino el género
 y sabían que una mujer  blanqueaba la dote de su hija 
se imaginaban además el día de la boda 
la palidez del novio el rubor de la novia 
el entramado de los dos cuerpos casi incorpóreos por el  velo de tul de la cama, 
que mueve el aire de la noche. Tantos detalles 
y tanta exactitud (¿no es acaso muestra de equilibrio?) 
junto a esta sensación de lo indispensable, 
como si hubiese sido necesario aquello que ocurrió y lo que luego sucedió – 
la sensación de lo inexorable y lo irresponsable y aún incluso
una vena de música que late en el aire 
y la oyes de nuevo y la oyes de nuevo y no sabes

dónde se encuentra – ¿un poco más arriba de los árboles? 
¿bajo los solitarios bancos del parque? 
¿adentro de ese baño? ¿encima del río rojo? 
o en la cerrada armería del padre con los trofeos de tantas guerras vanas 
o en las sandalias vacías del hermano mayor que hace años está ausente en los barcos,
     tripulante, 
y que quién sabe si jamás volverá 
o en los cuadernos de dibujo del hermano menor que dejó ya de escribirnos 
     desde el sanatorio, 
o en el guardarropía de nuestra infeliz madre 
con los largos, vestidos blancos llenos de pliegues y las anchas fíbulas labradas – 

(a menudo, desde la ventana, por las noches, vi los vestidos 
caminando solitarios debajo de los árboles 
livianos, ondeando como sombras del claro de luna y detrás 
de su blanco vaho, detrás de su pálida ondulación, 
distinguía la fuente seca con el delfín de bronce 
curvado en un postrer brillo de fuga – aquella transparencia, de vidrio, 
     que no dejaba estigmas de remordimiento ni memoria 
porque la memoria también es inútil en una constante ausencia 
     o presencia). En todo caso

esa vena de música se oía en todas partes y ni siquiera sabes 
por qué eres feliz, qué es la felicidad; sólo distingues 
aquello que nunca te importó y ni siquiera viste 
liberado empero de su peso. Ni al mensajero conocíamos, 
ni el asesinato, ni las aterradas sirvientas que corrían 
y era yo una de las dos muchachas que estaban en las dos ventanas 
y que miraba las dos hijas como abajo de la escalera o del camino, 
más o menos desde el lugar del mensajero o desde el lugar de la sirvienta más pequeña, 
yo que estaba siempre en la ventana; (a menudo envidiaba a las sirvientas 
por su bella insolencia, astucia, su buen ánimo y su libertad, 
aquella libertad profunda de la esclavitud que te libera 
de iniciativas y decisiones – las envidiaba).

[1949]

Yannis Ritsos (Monemvasía, Grecia, 1909-Atenas, 1990), La casa muerta, Lom, Santiago de Chile, 2017
Traducción de Pedro Vicuña


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