Su labor (¿o fue de ella?) era inseparable de cada estío,
como sentía él,
hizo que los veranos parecieran pocos, también muchos
cuando niños.
Carpía la tierra, más luego peinaba la superficie, suave,
para cada plantín,
docenas, quizás, la idea dirigida a la delicia por suceder,
con cuidado,
revolvía la superficie con vieja horquilla de jardín,
semana tras semana.
De ahí llegaba el fruto con ostentosa firmeza, grandes
duros verdes, el primer
avistaje se comunicaba con un rugir animal. Las esmeraldas,
casi perfectas esferas
se lavaban, cortaban, cocinaban, para cien frascos
de sabrosa conserva.
Se le ordenaba cocinar afuera, claro, en un viejo brasero.
Mi madre opinó
que apestaba el vinagre hirviente, claro, las cocciones
hediondas ¡afuera!
bajo la cuerda de la ropa, ¡horror! que luego se lavaba
tres veces.
Con los días llegaban más colorados, firmes como pecho
de virgen, adorablemente perfumados.
Las colocaba y presentaba a mi madre en una toalla de
cocina, con estilo casi medieval.
Ella olfateaba, todos aspiraban. El aire olía
levemente terroso,
la superficie mínimamente peluda, colorado intenso, con el
gusto dulce de la fruta más fresca.
Mamá lo adoraba, mujer querida, su mente puesta en la
ensalada del siglo,
para mi padre estaba ese otro cielo, el que seguro podía
tocar y sentir.
Para él era como husmear la garganta de mi madre,
donde emanaba,
seguro, el mejor perfume del mundo.
Ella murió joven.
Aquel año los tomates se pudrieron en el suelo.
(Barracas, Buenos Aires, Feb. 2015 -
Larroque, Entre Ríos, April 2016)
Andrew Graham-Yooll (Buenos Aires, 1944-Londres, 2019), Espanglish, Prosa Editores, Buenos Aires, 2019
Ref.:
Infobae
La Voz
Radar
Clarín
La Nación
Foto: Néstor García/Clarín
Tomato garden
His work (or was it hers?) became a summer feature,
as did he.
Maybe the seasons were few but felt as many when we
were small.
Dad dug the earth then hoed, gently, round the stem
of each tiny plant,
dozens, with the mind’s eye set on the delicacy that
would happen, gently.
Home in summer, he hoed with an old garden fork,
week after week.
So arrived the fruit with ostentatious hardness, large
firm green ones, first
discovered with an animal grunt. The green almost
perfect spheres
were washed and cooked for an annual hundred jars of
scrumptious chutney.
He was told to cook outdoors, of course, on the old iron
grate. Mother said
it stank, the boiling vinegar, of course, cooking had to be
in the back yard,
under the laundry line, the wire, later to be cleaned
three times.
In time came the ripe red, firm as a virgin’s breasts,
perfumed adorably.
He had them placed in a kitchen cloth and presented, in
medieval manner,
to my mother. She sniffed, we all sniffed, they smelled of that
slightly dusty
minimally furry surface, intense red, with a sweet taste
of the freshest fruit.
Mother loved it, dear woman, her mind set on the salad
of the century,
but for Dad it was that other heaven, the one he could
actually touch.
It was to him like sniffing at my Mother’s throat,
whence emanated,
he was sure, all the best perfumes in the world. She
died too soon.
The tomatoes rotted in the ground that year.
(Barracas, Buenos Aires, Feb. 2015 –
Larroque, Entre Ríos, April 2016)
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