miércoles, diciembre 14, 2016

Michael O'Loughlin / En esta vida




 







    


 i.m. Katherine Washburn

Me había olvidado de que estabas muerta. Te tambaleabas de pronto
en mi mente, del mismo modo en que salías trastabillando de tu taxi
una Navidad, yendo de Roma a Nueva York.
Pensé que eras la última de las antiguas neoyorkinas
sin vergüenza de lo que sabías, siempre lista para aprender.
A eso de las ocho de la mañana, en la cocina de nuestro sótano
el cenicero ya estaba lleno, y el café frío en nuestras tazas
mientras hablábamos de Bukovina y de los últimos poemas de Paul Celan,
Scholem y los orígenes de la Kabbalah.

Afuera, seguía siendo Irlanda.

Todo ese invierno, éramos como una nave espacial
varada en un planeta ajeno. No una máquina plateada de Hollywood
con alta tecnología, sino un viejo cubo herrumbrado
de una película de bajo presupuesto. Nuestra cápsula cuarteada
se llamaba “Espuma de Mar”, posada sobre las rocas de Sandycove,
sus ojos regando el viento de Kish.
La llamábamos “La Pequeña Gran Casa”, por
todos los cuartos minúsculos detrás de la imponente fachada,
y allí esperábamos la gran ola
que nos elevara de las rocas.

Casi nos congelamos ese invierno, mientras subía corriendo
con baldes de combustible, pero
nada podía cortar el frío de la herencia
del aire helado, o detener la lenta caída
del empapelado húmedo, que caía bajo el peso
de un siglo de servil respetabilidad.

Temblando en nuestra cocina, te veías como una monja medieval,
o más bien, como una beguina, una sirvienta del señor en sus horas libres,
con tu vestido negro y polvoriento y tu cabello de Hermana de Plymouth
apretando tu Mac Powerbook como un misal de los últimos tiempos
quemándote las pestañas con traducciones a medio hacer de la Antología Griega
y ardientes oraciones fúnebres del Rabbi Issac da Fonseca.

Dos semanas después estabas muerta. Y tuvimos que dejar esa casa
girando hacia el espacio exterior, aferrándonos a escombros.
Ahora ahí vive un político, y llena los cuartos
con su propio aire, ignorante de lo que fue enterrado allí.

Katherine: nos sentamos en el Clarence Hotel, bebiendo vodka
Martinis, riéndonos de lo mucho que nos conocíamos
Aunque en esta vida raramente nos encontramos.

Michael O'Loughlin (Dublín, 1958) In This Life, New Islan, Dublín, 2011
Traducción de Jorge Fondebrider


In This Life

     i.m. Katherine Washburn

I had forgotten you were dead. You stumbled suddenly
into my mind, the way you stuttered out of your taxi
one Christmas, en route from Rome to New York.
I thought you the last of the old New Yorkers
unashamed of what you knew, always ready to learn.
By eight in the morning in our basement kitchen
the ashtray was already full, and the coffee cold in our cups
as we talked of Bukovina and Paul Celan’s last poems,
Scholem and the origins of the Kabbalah. 

Outside, it was still Ireland. 

All that winter, we were like a spacecraft
stranded on an alien planet. Not a hi-tech
Hollywood silver machine, but an old rust bucket
from a low-budget movie. Our cracked capsule
was called ‘Seaspray’, perched on the rocks of Sandycove,
its eyes watering in the wind from the Kish.
The ‘Little Big House’ we called it, on account
of all the tiny rooms behind the imposing façade,
and there we waited for the great wave
to lift us off the rocks.

That winter we nearly froze, as I scuttled upstairs
with buckets of fuel, but
nothing could cut the chill of inheritance
from the freezing air, or halt the slow fall
of the damp wallpaper, collapsing under the weight
of a century of servile respectability. 

Shivering in our kitchen, you looked like a medieval nun,
or rather, a Beguine, a handmaid of the lord in her spare time,
with your dusty black dress and your Plymouth Brethren hair
clutching your Mac Powerbook like a latterday missal
crammed with half-done translations from the Greek Anthology
and fiery funeral orations by Rabbi Isaac da Fonseca. 

Two weeks later you were dead. And we had to leave that house
spinning off into outer space, clinging to debris.
A politician lives in it now, and fills the rooms
with her own air, ignorant of what was buried there. 

Katherine: we sat in the Clarence Hotel, drinking vodka
martinis, laughing at how well we knew each other
though in this life we had hardly met.

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