I
Sueltos van sus cabellos. En guedejas
Por su busto encorvado se derraman
Como velo de angustias o sombría
Melena de león. Adusta, pálida,
Desencajado el rostro: la vergüenza
no tiene la pupila más opaca,
Ni la faz de Jesús, al beso infame,
Se contrajo más rígida. Adelanta
Con medroso ademán... ¡Oh! ¡La ignominia
Con paso triunfador nunca se arrastra!
La voraz invasión de lo pequeño
No hiere como el rayo, pero amansa!
Cuando el alma inmortal cae de rodillas
La materia mortal cae deshojada!
La caída, más honda es la caída
Que nos pone a merced de la canalla,
De lo ruin, de lo innoble, de lo fofo
Que flota sobre el mar como resaca,
Como fétido gas en el vacío,
Cual chusma vil, sobre la especie humana.
II
Yo la siento gemir, y sus gemidos -
Resonante, recóndita cascada -
En mi cerebro entumecido se hunden,
Y allí, en mitad de las tinieblas, cantan,
Con el santo fervor de los que piensan
Ablandar a su dios con sus plegarias,
Con el grave compás de los que lloran
Y al son de los sollozos se acompañan,
Con el hondo plañir de los que yacen
Más allá de la luz y la esperanza...
Yo la siento gemir, y sus gemidos,
Saetas del pesar, me despedazan,
Reproches del deber, me paralizan,
Pregones de vergüenza, me anonadan!
Yo la siento gemir, y sus gemidos
Sobre mi frágil corazón, estallan
Como todos los vientos de la tierra
Soplando, sin cesar, sobre una rama,
Como toda la fuerza de los orbes
Gravitando, a la vez, sobre una espalda.
Como todo el dolor del universo
Que en una sola vida se agolpara,
Como toda la sombra de los siglos
En una sola mente refugiada.
III
Yo la siento gemir, y me parece
Que la bóveda azul se desencaja,
Cual si fuera una ruina miserable
Que Saturno esparciese con sus alas,
Cual si fuera una cúpula proterva
Que derrumbase Dios, bajo sus plantas...
Yo la siento gemir, y el oceano
Y la selva, y las cumbres y la pampa,
Y la nube y el viento y las estrellas,
Y todo lo insensible y sin entrañas,
Me parece que sienten, me parece
Que asumen voz y proporción humanas;
Me parece que vienen y se postran
Sobre la regia púrpura de mi alma,
Y la súplica ardiente de las cosas
En miserere trágico levantan.
IV
Yo la siento cruzar ante mis ojos
Y es una estrella muerta la que pasa.
Dejando en pos de su fulgor, la sombra,
Porque en pos de su luz, reina la nada!
Yo la siento cruzar ante mis ojos
Y la pupila tras de sí me arranca,
Cual si su imagen desgreñada y torva,
En vez de su visión, fuese una garra!
Yo la siento cruzar ante mis ojos
En aterrante procesión fantástica,
De biblias del deber que ya no enseñan,
De apóstoles del bien que ya no hablan,
De laureles de honor que ya no honran,
De inspirados de Dios que ya no cantan,
De púdicas estolas que envilecen,
De patenas limpísimas que manchan,
De eucarísticos panes que envenenan,
De banderas celestes que se arrastran!
Yo la siento cruzar... ¡Seres felices
Que carecéis de luz en la mirada!
¡Ah! ¡yo no puedo soportar la mía
Bajo la horrible sombra de mi patria!
V
¿Dónde estás, Jehová? ¿Dónde te ocultas?
¿Qué? ¿No vuelves tus ojos y la salvas?
¿Qué? ¿No giras tu rostro y la contemplas?
¿Qué? ¿No extiendes tu mano y la levantas?
Miras echar sobre su casto seno-
¡Que fue pulcro, Señor, como la nácar.
Antes de que su rastro en él dejase
La vil caricia de la gran canalla!-
Miras echar sobre sus nobles hombros,-
¡Hombros que fueran los de Juno y Diana,
Si el azote brutal del infortunio
Su pulido marfil no flagelara!
Miras echar sobre su cuerpo sacro,-
¡Tan sacro, sí, como tus hostias santas,
Porque también tus hostias se mancillan
Porque también tus hostias se profanan!-
Miras echar sobre la patria nuestra,-
Digo por fin, vibrante de arrogancia,-
El hediondo capote del esbirro
Que ha de ser su señor, si no le matas;
¿Y el rayo de tu enojo no descuelgas?
¿Tu flamígero brazo, no descargas?
¿Tu cielo fulgurante, no oscureces?
¿Y tus mundos atónitos no paras?
VI
¿Dónde estás, Jehová? ¿Desde que cumbre,
Circundada de monstruos y de llamas;
Desde qué abismo negro, impenetrable;
Desde qué estrella errante y solitaria
Ves su profanación y no fulminas?
¿Oyes la voz de tu poeta y callas?
La voz de tu poeta que te siente,
La voz de tu poeta que te aclama,
La voz de tu poeta que te adora,
En la noche en el día y en el alba,
En el secreto foro de su pecho
Y en el público altar de su palabra.
¿Dónde estás, Jehová, que así me dejas
Buscarte ansioso por doquier, y callas?
¿Y callas como un ídolo sin lengua,
Como un muñeco rígido sin alma,
A quien supuso vida el fanatismo
Y atribuyó justicia la ignorancia?
VII
¡Sí! La virtud, las leyes, el derecho
La religión, la libertad, la patria,
La tradición gloriosa de los pueblos,
La consigna inviolable de las razas,
Y todo lo que da calor y vida
A ese artefacto rígido que llaman
El universo tuyo, son apenas
Un sueño, una mentira, una palabra;
Una cosa que suena como un disco
Chocando sobre el mármol de una escala;
Una cosa que está como una piedra,
Descendiendo veloz de una montaña:
Una mancha que brilla,
Una boca que grita y que no habla!
VIII
Y la doblez, la astucia, la codicia;
La vileza del sable que amenaza;
La insidia ruin que a la virtud deshonra
Y a las turbas conturba y maniata;
La evidencia del mal, su negro imperio,
Sojuzgando las cosas y las almas,
Cual si fuera la torpe levadura
Que lleva la creación en sus entrañas,
La genésica fuerza incontrastable,
El fiat inicial del protoplasma,-
Esos son la verdad, Dios de los pueblos,
A cuyos pies la humanidad se arrastra
Como van los rebaños trashumantes
Hacia donde los vientos arrebatan,
Los pluviales arroyos a los ríos,
Y a las aguas del mar todas las aguas!
IX
Esos son la verdad, Dios providente,
Que todo lo precaves y lo mandas,
Arquitecto invisible, que dispones
La orientación del pórtico y su fábrica,
Poderoso caudillo que presides
La instrucción del soldado y la batalla,
Tragediante inmortal que verificas
La negra intriga de tus propios dramas!
Esos son la verdad Dios de justicia,
A cuyo tribunal siempre se llama,
Que has hecho del placer el ancho cauce
Que conduce a la muerte o la nostalgia,
Que has dejado indefensa a la gacela
Armando al lobo de potentes garras,
Que has dividido el mundo de los hombres.
En los más, que padecen y trabajan,
Y en los menos, que gozan y que cumplen
La misión de guiar la recua humana,
Y que más grandes son cuando más mienten,
Y que más nobles son cuando más matan!...
¿Dónde estás, Jehová? ¿Dónde te ocultas,
Que así me dejas blasfemar y callas,
Mi rebelión airada no sofrenas,
Mi pequeñez pomposa no anonadas,
Mi razón deleznable no enloqueces,
Y esta lengua de arpía no me arrancas?
X
Los que sabéis de amor -de amor excelso,
Que recorre la arteria y la dilata,
Que reside en el pecho y lo ennoblece,
Que palpita en el ser y lo agiganta-;
Los que sabéis de amor, nobles mancebos,
Fuertes, briosos, púdicos, sin mancha,
Que recién penetráis en el santuario
De la fecunda pubertad sagrada;
Vosotros, -Sí, vosotros ¡oh! mancebos
De talante gentil y alma entusiasta,
Que todavía honráis a vuestras madres,
Circuyendo de besos y de lágrimas
El augusto recinto de sus frentes,
¡La espléndida corona de sus canas!
Volved los rostros a la reina ilustre
Que prostituida por los viejos, pasa,
Y si al poner los ojos en los suyos,
Ojos de diosa que del polvo no alza,
No sentís el dolor que a los varones
Ante el dolor de la mujer ataca;
Si al contemplar su seno desceñido,
Seno de virgen que el rubor abrasa,
No sentís el torrente de la sangre
Que inunda el rostro en borbollón de grana;
Si al escuchar sus ayes angustiosos,
-Ayes de leona que en su jaula brama-
No sentís una fuerza prodigiosa
Que os empuja a la lucha y la venganza;
¡Arrancaos a puñados, de los rostros,
Las mal nacidas juveniles barbas,
Y dejad escoltar a vuestras novias
La Sombra de la Patria!
Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte (San Justo, Argentina, 1854-La Plata, Argentina, 1917)
Obras completas, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1993 (Primera edición, 1951)
Sueltos van sus cabellos. En guedejas
Por su busto encorvado se derraman
Como velo de angustias o sombría
Melena de león. Adusta, pálida,
Desencajado el rostro: la vergüenza
no tiene la pupila más opaca,
Ni la faz de Jesús, al beso infame,
Se contrajo más rígida. Adelanta
Con medroso ademán... ¡Oh! ¡La ignominia
Con paso triunfador nunca se arrastra!
La voraz invasión de lo pequeño
No hiere como el rayo, pero amansa!
Cuando el alma inmortal cae de rodillas
La materia mortal cae deshojada!
La caída, más honda es la caída
Que nos pone a merced de la canalla,
De lo ruin, de lo innoble, de lo fofo
Que flota sobre el mar como resaca,
Como fétido gas en el vacío,
Cual chusma vil, sobre la especie humana.
II
Yo la siento gemir, y sus gemidos -
Resonante, recóndita cascada -
En mi cerebro entumecido se hunden,
Y allí, en mitad de las tinieblas, cantan,
Con el santo fervor de los que piensan
Ablandar a su dios con sus plegarias,
Con el grave compás de los que lloran
Y al son de los sollozos se acompañan,
Con el hondo plañir de los que yacen
Más allá de la luz y la esperanza...
Yo la siento gemir, y sus gemidos,
Saetas del pesar, me despedazan,
Reproches del deber, me paralizan,
Pregones de vergüenza, me anonadan!
Yo la siento gemir, y sus gemidos
Sobre mi frágil corazón, estallan
Como todos los vientos de la tierra
Soplando, sin cesar, sobre una rama,
Como toda la fuerza de los orbes
Gravitando, a la vez, sobre una espalda.
Como todo el dolor del universo
Que en una sola vida se agolpara,
Como toda la sombra de los siglos
En una sola mente refugiada.
III
Yo la siento gemir, y me parece
Que la bóveda azul se desencaja,
Cual si fuera una ruina miserable
Que Saturno esparciese con sus alas,
Cual si fuera una cúpula proterva
Que derrumbase Dios, bajo sus plantas...
Yo la siento gemir, y el oceano
Y la selva, y las cumbres y la pampa,
Y la nube y el viento y las estrellas,
Y todo lo insensible y sin entrañas,
Me parece que sienten, me parece
Que asumen voz y proporción humanas;
Me parece que vienen y se postran
Sobre la regia púrpura de mi alma,
Y la súplica ardiente de las cosas
En miserere trágico levantan.
IV
Yo la siento cruzar ante mis ojos
Y es una estrella muerta la que pasa.
Dejando en pos de su fulgor, la sombra,
Porque en pos de su luz, reina la nada!
Yo la siento cruzar ante mis ojos
Y la pupila tras de sí me arranca,
Cual si su imagen desgreñada y torva,
En vez de su visión, fuese una garra!
Yo la siento cruzar ante mis ojos
En aterrante procesión fantástica,
De biblias del deber que ya no enseñan,
De apóstoles del bien que ya no hablan,
De laureles de honor que ya no honran,
De inspirados de Dios que ya no cantan,
De púdicas estolas que envilecen,
De patenas limpísimas que manchan,
De eucarísticos panes que envenenan,
De banderas celestes que se arrastran!
Yo la siento cruzar... ¡Seres felices
Que carecéis de luz en la mirada!
¡Ah! ¡yo no puedo soportar la mía
Bajo la horrible sombra de mi patria!
V
¿Dónde estás, Jehová? ¿Dónde te ocultas?
¿Qué? ¿No vuelves tus ojos y la salvas?
¿Qué? ¿No giras tu rostro y la contemplas?
¿Qué? ¿No extiendes tu mano y la levantas?
Miras echar sobre su casto seno-
¡Que fue pulcro, Señor, como la nácar.
Antes de que su rastro en él dejase
La vil caricia de la gran canalla!-
Miras echar sobre sus nobles hombros,-
¡Hombros que fueran los de Juno y Diana,
Si el azote brutal del infortunio
Su pulido marfil no flagelara!
Miras echar sobre su cuerpo sacro,-
¡Tan sacro, sí, como tus hostias santas,
Porque también tus hostias se mancillan
Porque también tus hostias se profanan!-
Miras echar sobre la patria nuestra,-
Digo por fin, vibrante de arrogancia,-
El hediondo capote del esbirro
Que ha de ser su señor, si no le matas;
¿Y el rayo de tu enojo no descuelgas?
¿Tu flamígero brazo, no descargas?
¿Tu cielo fulgurante, no oscureces?
¿Y tus mundos atónitos no paras?
VI
¿Dónde estás, Jehová? ¿Desde que cumbre,
Circundada de monstruos y de llamas;
Desde qué abismo negro, impenetrable;
Desde qué estrella errante y solitaria
Ves su profanación y no fulminas?
¿Oyes la voz de tu poeta y callas?
La voz de tu poeta que te siente,
La voz de tu poeta que te aclama,
La voz de tu poeta que te adora,
En la noche en el día y en el alba,
En el secreto foro de su pecho
Y en el público altar de su palabra.
¿Dónde estás, Jehová, que así me dejas
Buscarte ansioso por doquier, y callas?
¿Y callas como un ídolo sin lengua,
Como un muñeco rígido sin alma,
A quien supuso vida el fanatismo
Y atribuyó justicia la ignorancia?
VII
¡Sí! La virtud, las leyes, el derecho
La religión, la libertad, la patria,
La tradición gloriosa de los pueblos,
La consigna inviolable de las razas,
Y todo lo que da calor y vida
A ese artefacto rígido que llaman
El universo tuyo, son apenas
Un sueño, una mentira, una palabra;
Una cosa que suena como un disco
Chocando sobre el mármol de una escala;
Una cosa que está como una piedra,
Descendiendo veloz de una montaña:
Una mancha que brilla,
Una boca que grita y que no habla!
VIII
Y la doblez, la astucia, la codicia;
La vileza del sable que amenaza;
La insidia ruin que a la virtud deshonra
Y a las turbas conturba y maniata;
La evidencia del mal, su negro imperio,
Sojuzgando las cosas y las almas,
Cual si fuera la torpe levadura
Que lleva la creación en sus entrañas,
La genésica fuerza incontrastable,
El fiat inicial del protoplasma,-
Esos son la verdad, Dios de los pueblos,
A cuyos pies la humanidad se arrastra
Como van los rebaños trashumantes
Hacia donde los vientos arrebatan,
Los pluviales arroyos a los ríos,
Y a las aguas del mar todas las aguas!
IX
Esos son la verdad, Dios providente,
Que todo lo precaves y lo mandas,
Arquitecto invisible, que dispones
La orientación del pórtico y su fábrica,
Poderoso caudillo que presides
La instrucción del soldado y la batalla,
Tragediante inmortal que verificas
La negra intriga de tus propios dramas!
Esos son la verdad Dios de justicia,
A cuyo tribunal siempre se llama,
Que has hecho del placer el ancho cauce
Que conduce a la muerte o la nostalgia,
Que has dejado indefensa a la gacela
Armando al lobo de potentes garras,
Que has dividido el mundo de los hombres.
En los más, que padecen y trabajan,
Y en los menos, que gozan y que cumplen
La misión de guiar la recua humana,
Y que más grandes son cuando más mienten,
Y que más nobles son cuando más matan!...
¿Dónde estás, Jehová? ¿Dónde te ocultas,
Que así me dejas blasfemar y callas,
Mi rebelión airada no sofrenas,
Mi pequeñez pomposa no anonadas,
Mi razón deleznable no enloqueces,
Y esta lengua de arpía no me arrancas?
X
Los que sabéis de amor -de amor excelso,
Que recorre la arteria y la dilata,
Que reside en el pecho y lo ennoblece,
Que palpita en el ser y lo agiganta-;
Los que sabéis de amor, nobles mancebos,
Fuertes, briosos, púdicos, sin mancha,
Que recién penetráis en el santuario
De la fecunda pubertad sagrada;
Vosotros, -Sí, vosotros ¡oh! mancebos
De talante gentil y alma entusiasta,
Que todavía honráis a vuestras madres,
Circuyendo de besos y de lágrimas
El augusto recinto de sus frentes,
¡La espléndida corona de sus canas!
Volved los rostros a la reina ilustre
Que prostituida por los viejos, pasa,
Y si al poner los ojos en los suyos,
Ojos de diosa que del polvo no alza,
No sentís el dolor que a los varones
Ante el dolor de la mujer ataca;
Si al contemplar su seno desceñido,
Seno de virgen que el rubor abrasa,
No sentís el torrente de la sangre
Que inunda el rostro en borbollón de grana;
Si al escuchar sus ayes angustiosos,
-Ayes de leona que en su jaula brama-
No sentís una fuerza prodigiosa
Que os empuja a la lucha y la venganza;
¡Arrancaos a puñados, de los rostros,
Las mal nacidas juveniles barbas,
Y dejad escoltar a vuestras novias
La Sombra de la Patria!
Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte (San Justo, Argentina, 1854-La Plata, Argentina, 1917)
Obras completas, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1993 (Primera edición, 1951)
Ilustración: Retrato de Almafuerte en la tapa de sus Poesías completas, Cenit, Buenos Aires, 1955. Firmado "Stefano"
Un poema que sacude hasta el dolor profundo. Gracias por la luz más intensa ...
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