Jorge Aulicino
(Buenos Aires, 1949)
Fábula de Polifemo y Galatea, de Luis de Góngora
Sin contar el XXVIII de Trilce, de César Vallejo ("He almorzado solo ahora y no he tenido..."); o "Escrito sobre una mesa de Montparnasse", de Raúl González Tuñón; o "Los mares del Sur", de Cesare Pavese, o "La casa de los aduaneros" o "Dora Markus", de Eugenio Montale; o "Este momento", de Joaquín Giannuzzi; o el I de Alberto Girri en "El amor", ("No es el amor ni es negocio del alma..."), o "Las cenizas de Gramsci", de Pier Paolo Pasolini, y sabiendo que lejanamente en mi vida están Neruda ("Tango del viudo", "Barcarola") y el "Canto a mí mismo" de Whitman que tradujo León Felipe; y aun el Canto XXXIV del Infierno, que me acompañó desde joven, elijo este poema. Porque la revelación, el descubrimiento, la primera percepción de la poesía, se la debo a Góngora; a dos de sus versos en el azar de un libro de Castellano en el primero o en el segundo año de la secundaria: "Infame turba de nocturnas aves /Gimiendo tristes y volando graves". Sentí que todo en ese conjunto de palabras era imprescindible, necesario, y a la vez inestable. Eso no era prosa (había leído prosa, bastante), y no sólo por su maravilloso sonido. El eco de esas aves agoreras en la caverna de Polifemo me hablaba con zonas enrarecidas de lenguaje y de imaginación; y de mitología, de quimeras, de un claroscuro -decisivo para mí-, naturalista y fantástico. Cuando desentrañé la estrofa en que aquellos versos están, y la que precede, y la que sigue, experimenté por primera vez que la ardua tarea de seguir el texto puede ser premiada con delicias inenarrables, palabra por palabra (cenizoso, greña, caliginoso, umbrío); con la mera contemplación del andar de un pensamiento: máquina encantada. Muchos años después, otro poema que habla de mitología y aves me produjo un gran impacto -viruela de la segunda juventud-: "Desde la terraza", de Girri, en el que alude a una escena en la playa, da unas vueltas sobre la validez de las construcciones de la mente y concluye:
¡apenas un golpe
de fábula, vivo e instantáneo,
cuando el viento amplifica
el rumor de los bañistas,
y nos llega en corales,
ensordece como graznidos,
son graznidos!
Graznidos de aves, mitológicas pero reales, otra vez.
Fábula de Polifemo y Galatea
(Fragmento)
Al Conde de Niebla
I
Estas que me dictó rimas sonoras,
culta sí, aunque bucólica Talía,
¡oh excelso conde!, en las purpúreas horas
que es rosas la alba y rosicler el día,
ahora que de luz tu niebla doras,
escucha, al son de la zampoña mía,
si ya los muros no te ven, de Huelva,
peinar el viento, fatigar la selva.
II
Templado, pula en la maestra mano
el generoso pájaro su pluma,
o tan mudo en la alcándara, que en vano
aun desmentir al cascabel presuma;
tascando haga el freno de oro, cano,
del caballo andaluz la ociosa espuma;
gima el lebrel en el cordón de seda,
y al cuerno, al fin, la cítara suceda.
III
Treguas al ejercicio sean robusto,
ocio atento, silencio dulce, en cuanto
debajo escuchas de dosel augusto,
del músico jayán el fiero canto.
Alterna con las Musas hoy el gusto;
que si la mía puede ofrecer tanto
clarín (y de la Fama no segundo),
tu nombre oirán los términos del mundo.
IV
Donde espumoso el mar sicilïano
el pie argenta de plata al Lilibeo
(bóveda o de las fraguas de Vulcano,
o tumba de los huesos de Tifeo),
pálidas señas cenizoso un llano
-cuando no del sacrílego deseo-
del duro oficio da. Allí una alta roca
mordaza es a una gruta de su boca.
V
Guarnición tosca de este escollo duro
troncos robustos son, a cuya greña
menos luz debe, menos aire puro
la caverna profunda, que a la peña;
caliginoso lecho, el seno obscuro
ser de la negra noche nos lo enseña
infame turba de nocturnas aves,
gimiendo tristes y volando graves.
VI
De este, pues, formidable de la tierra
bostezo, el melancólico vacío
a Polifemo, horror de aquella sierra,
bárbara choza es, albergue umbrío
y redil espacioso donde encierra
cuanto las cumbres ásperas cabrío,
de los montes, esconde: copia bella
que un silbo junta y un peñasco sella.
VII
Un monte era de miembros eminente
este que, de Neptuno hijo fiero,
de un ojo ilustra el orbe de su frente,
émulo casi del mayor lucero;
cíclope, a quien el pino más valiente,
bastón, le obedecía, tan ligero,
y al grave peso junco tan delgado,
que un día era bastón y otro cayado.
VIII
Negro el cabello, imitador undoso
de las obscuras aguas del Leteo,
al viento que lo peina proceloso,
vuela sin orden, pende sin aseo;
un torrente es su barba impetüoso,
que (adusto hijo de este Pirineo)
su pecho inunda, o tarde, o mal, o en vano
surcada aun de los dedos de su mano.
IX
No la Trinacria en sus montañas, fiera
armó de crüeldad, calzó de viento,
que redima feroz, salve ligera,
su piel manchada de colores ciento;
pellico es ya la que en los bosques era
mortal horror al que con paso lento
los bueyes a su albergue reducía,
pisando la dudosa luz del día.
X
Cercado es (cuanto más capaz, más lleno)
de la fruta, el zurrón, casi abortada,
que el tardo otoño deja al blando seno
de la piadosa hierba, encomendada;
la serba, a quien le da rugas el heno,
la pera, de quien fue cuna dorada
la rubia paja, y -pálida tutora-
la niega avara, y pródiga la dora.
XI
Erizo es el zurrón, de la castaña,
y (entre el membrillo o verde o datilado)
de la manzana hipócrita, que engaña,
a lo pálido no, a lo arrebolado,
y, de la encina (honor de la montaña,
que pabellón al siglo fue dorado)
el tributo, alimento, aunque grosero,
del mejor mundo, del candor primero.
XII
Cera y cáñamo unió (que no debiera)
cien cañas, cuyo bárbaro rüído,
de más ecos que unió cáñamo y cera
albogues, duramente es repetido.
La selva se confunde, el mar se altera,
rompe Tritón su caracol torcido,
sordo huye el bajel a vela y remo;
¡tal la música es de Polifemo!
Luis de Góngora y Argote (Córdoba, España, 1561-1627)
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Foto: Jorge Aulicino por Leticia Scattini, Concordia, 2012
Bueno, maestros, gracias.Góngora exquisito inventa la naturaleza, yo no sé.Y toda la mitología occidental, incluyendo el Antiguo Testamento, parece.Y la atmósfera -mundo, en tan pocos versos.
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