Garbeld rompió con furia apenas disimulada todos los boletos que había jugado aquella tarde en un hipódromo. Me ha llamado siempre la atención que Garbeld fuera capaz de reflexionar en medio de sus pasiones.-El ego es un terrible problema -murmuró. La frase no parecía venir a cuento. -¿Siente usted su ego contrariado por la suerte? -pregunté. -Claro que sí. Por eso sostengo que el juego es la mejor disciplina contra el ego. No sólo frontalmente, sino por la serie de cuestiones laterales que provoca. Por ejemplo, el rechazo social. Sabe usted muy bien que miro a los costados cuando entro en este recinto; no quisiera que me viesen mis colegas. El juego es la muerte del ego, pero una muerte lenta en la que hay que educarse. -Sin embargo -dije- el turf goza aún de cierto prestigio. -Se necesita ser un rey para entrar al hipódromo a la descubierta y saludando a derecha e izquierda -respondió-. El resto, mal que lo oculte, viene aquí a desafiar sórdidamente a la suerte. Cierto es que se juega el ego entero en ello, pero si ganase, y si ganase, como sueña, una vez y para siempre, el ego crecería hasta superar los picos más altos de todas las cordilleras del mundo. En tanto no lo logra, decae. Va hacia el barro. Sucumbe entre las patas de los caballos. Roto ya por completo, intenta recuperarse en una sociedad filantrópica para jugadores compulsivos, de esas en las que se entra afirmando precisamente el otro yo adquirido, una diabólica segunda personalidad: Soy Fulano de Tal, soy jugador, pronuncia lentamente el íncubo.
Gustav Who, Crepúsculos de Garbeld, Mónaco, 1967
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