Garbeld recordó, durante una velada en el Club, a un escritor que en París había a su vez conocido a un artista que decía llevar la marca de la muerte en su rostro. El escritor había sido enfermero en los combates de Tracia y Anatolia durante la Primera Guerra Mundial. Allí había visto a diez mil italianos que marchaban al frente; ninguno tenía la marca de la muerte en su rostro. Todos murieron. -Qué torpe aquel artista -dijo su socio. -Y qué torpe el ex enfermero, pues no hacía falta evocar a los italianos para desarticular la mascarada del artista: todos morimos, y afortunadamente no llevamos la marca de la muerte en el rostro. -¿Quién era aquel escritor? ¿Qué fue del él?-interrogó su socio.- Se llamaba Ernest Hemingway. Lógicamente, murió. La muerte no elige ni señala.
Gustav Who. Bueyes perdidos, Sidney, 1971
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