En noches como ésta solíamos nadar en la presa,
los chicos inventando juegos que requerían rasgarle la ropa a las chicas
y las chicas cooperando, porque tenían cuerpos nuevos desde el verano anterior
y querían exhibirlos, las valientes
saltando de las rocas altas, cuerpos que llenaban el agua.
Las noches eran húmedas, tranquilas. La piedra estaba fresca y mojada
mármol para las tumbas, para edificios que nunca vimos,
edificios en ciudades distantes.
En las noches nubladas, estabas ciego. Esas noches las rocas se volvían peligrosas,
pero de otra manera todo era peligroso, que era lo que perseguíamos.
El verano comenzó. Luego los chicos y chicas empezaron a formar parejas
pero al final siempre quedaban algunos solos - algunas veces observaban,
otras pretendían partir con el otro,
¿pero qué podían hacer allí, en los bosques? Nadie quería ser ellos.
Pero venían de todas formas, como si alguna noche su suerte fuera a cambiar,
el destino sería un destino distinto.
No obstante, al principio y al final, todos estábamos juntos.
Después de las tareas de la tarde, luego que los más pequeños iban a la cama,
entonces éramos libres. Nadie decía nada pero sabíamos qué noches nos encontraríamos
y las que no.
Una o dos veces, al final del verano,
podíamos darnos cuenta que de todos esos besos un bebé iba a venir.
Y para esos dos era terrible, tan terrible como estar solo.
El juego había acabado. Nos sentábamos en las rocas a fumar cigarrillos,
preocupándonos por los que no estaban allí.
Y luego finalmente caminar a casa por los campos
porque siempre había trabajo al día siguiente.
Y al día siguiente, éramos chicos otra vez, sentándonos en los escalones de la mañana
comiendo un durazno. Sólo eso, pero parecía un honor tener una boca.
Y luego ir a trabajar, trabajar en los campos.
Un chico trabajó para una anciana, haciendo estantes.
La casa era muy vieja, quizá del tiempo en que nació la montaña.
Y luego el día se extinguía. Estábamos soñando, esperando la noche.
Parados en la puerta principal frente al ocaso, viendo las sombras alargarse.
Y una voz en la cocina siempre se quejaba por el calor,
pidiendo que el calor cesara.
Luego el calor cesaba, la noche estaba despejada.
Y pensabas en el chico o chica que verías más tarde.
Y pensabas en caminar en el bosque y tenderte,
practicando todas esas cosas que habías aprendido en el agua.
Y aunque algunas veces no podías ver a la persona con la que estabas
no había sustituto para esa persona.
La noche de verano brillaba; en el campo destellaban luciérnagas
y para aquellos que entendían esas cosas, las estrellas mandaban mensajes:
Dejarás el pueblo donde has nacido
y te volverás muy rico, muy poderoso, en otro país
pero siempre lamentarás algo que dejaste atrás, aunque
no puedas decir qué es,
y eventualmente retornarás para buscarlo.
Louise Glück (Nueva York, Estados Unidos, 1943),
A Village Life, Farrar, Straus, Giroux, Nueva York, 2009
Versión: Marina Kohon
Ref.:
Stanford University
Academy of Achievement
Academy of Achievement-YouTube
Letras Libres
El Placard
Getty Images
Midsummer
On nights like this we used to swim in the quarry,
the boys making up games requiring them to tear off the girls’ clothes
and the girls cooperating, because they had new bodies since last summer
and they wanted to exhibit them, the brave ones
leaping off the high rocks — bodies crowding the water.
The nights were humid, still. The stone was cool and wet,
marble for graveyards, for buildings that we never saw,
buildings in cities far away.
On cloudy nights, you were blind. Those nights the rocks were dangerous,
but in another way it was all dangerous, that was what we were after.
The summer started. Then the boys and girls began to pair off
but always there were a few left at the end — sometimes they’d keep watch,
sometimes they’d pretend to go off with each other like the rest,
but what could they do there, in the woods? No one wanted to be them.
But they’d show up anyway, as though some night their luck would change,
fate would be a different fate.
At the beginning and at the end, though, we were all together.
After the evening chores, after the smaller children were in bed,
then we were free. Nobody said anything, but we knew the nights we’d meet
and the nights we wouldn’t. Once or twice, at the end of summer,
we could see a baby was going to come out of all that kissing.
And for those two, it was terrible, as terrible as being alone.
The game was over. We’d sit on the rocks smoking cigarettes,
worrying about the ones who weren’t there.
And then finally walk home through the fields,
because there was always work the next day.
And the next day, we were kids again, sitting on the front steps in the morning,
eating a peach. Just that, but it seemed an honor to have a mouth.
And then going to work, which meant helping out in the fields.
One boy worked for an old lady, building shelves.
The house was very old, maybe built when the mountain was built.
And then the day faded. We were dreaming, waiting for night.
Standing at the front door at twilight, watching the shadows lengthen.
And a voice in the kitchen was always complaining about the heat,
wanting the heat to break.
Then the heat broke, the night was clear.
And you thought of the boy or girl you’d be meeting later.
And you thought of walking into the woods and lying down,
practicing all those things you were learning in the water.
And though sometimes you couldn’t see the person you were with,
there was no substitute for that person.
The summer night glowed; in the field, fireflies were glinting.
And for those who understood such things, the stars were sending messages:
You will leave the village where you were born
and in another country you’ll become very rich, very powerful,
but always you will mourn something you left behind, even though
you can’t say what it was,
and eventually you will return to seek it.
Poetry Foundation
© Louise Glück