Para Marcos Bertorello,
Mariana Aulicino y Carolina Cortés
— ¡Por fin, Estensoro!, lo esperé la vida... Y siempre un cometa usted, cinco minutos, media hora. Y después que me parta un rayo.
— Pero qué dice, Titán… Buenos Aires parece que se encoge con el tráfico del diablo... Dígame: ¿Hoy es de beber, de fumar o de charlar, lo nuestro?
— De todo junto, chico, además, por supuesto, de estar a lo que venga…
— Y con qué me viene hoy, ¿otro firulete electrizante?
— Mire, Estensoro, no las tengo todas conmigo, pero me está entrando firme la sospecha de que el oficio que practicamos se ha vuelto con el tiempo un género menor, casi de aspecto, vano.
— Entonces qué, ¿somos los patitos feos del cuento? ¿Los cisnes negros de la familia?
— Y sí, algo así o peor. La circulación es exigua, no nos leemos ni entre nosotros… y para que tenga una idea, la última vez que conocí a un lector, el despistado me había confundido con otro… ¿Usted cuenta con lectores, joven maravilla de la intelligentsia argentina?
— Mire, Vanucci, su categoría “lector” hace rato que me tiene casi sin cuidado… Como dice Auden, es ese tipo de sujeto que casi nunca concierta con mis intereses. Y más, como usted ya sabe, yo escribo y cuelgo. Con mis amigos colgamos en la web lo que queremos. Es nuestro modo de crear accesos, lectura in vitro… ¡La hicimos, Vanucci, confiese!.. la gran Boido hicimos… la poesía no se vende.
— Sí, Menem lo hizo…, y un bonito eslogan a los que fuimos tan afectos, lamentablemente… Pero sabe qué, a mí me hubiera gustado vivir de mi oficio, como un gasista por ejemplo… Además le señalo que su esperanza es abstracta, matemáticamente irrefutable, sí, pero oportuna para ver el momento en que asoman las dificultades escondidas en la entraña del género. Cada poema o “constructo” (¿le damos un poco de horror gótico-lingüístico a la charla?) parece llevar dentro de sí, toda la potencia adolescente, algo primario, y la cosa no sale de ahí. No quiero ofender, pero intuyo que el medio los obra desde adentro, hacia un frenesí productivo, con mucho pavloviano por ese trato veloz con los botones. Escritura cortita y al pie, lectura ídem. La pantalla los formatea. ¡La play station tal vez los formatea! Poesía de síndrome reactivo, diría.
— Lo que ocurre es que usted es hijo, nieto y chozno de la gran tradición. Un escruchante de Homero y sus secuaces, y si me apura, hasta de Hernández le diría, para venir a lo de ayer que también será olvidado.
— Precisamente, en aquel entonces, el poeta era el que armaba el gran friso, el escenario en que se vive. Hoy todo para el cine, la novela, la tele. ¿Y nosotros qué?
— Un concentrado sensible, los happy few.
— Me parece un demonio, Estensoro. ¿No vio lo que está ocurriendo? El planeta se incendia y ustedes se cuelgan del árbol de Juvencia. ¿O somos los diez justos que sostienen el circo? Los que no se quieren embarrar.
— Diagnóstico urgente. Usted padece de horacismo, Vanucci. Lo útil y lo dulce: Academia aprenda-con-agrado… Ya está, querido. Por favor, relájese. Ya se jubiló, cobra sin trabajar. Por delante no tiene ninguna obligación.
— Responsabilidad… ¿Conoce esa palabra?
— Por supuesto, y conmigo mismo, fiel al que soy, o a los muchos otros que soy, que me tienen atareado, aunque suene a desvío. La libertad, anciano.
— ¿Qué libertad?
— La de escribir lo que quiero, de la manera que quiero y, cuánto más original, mejor.
— ¿Originalidad?... ¿No los cansa esa pulsión de tener que inventar todos los días el dulce de leche y la birome? Ese vanguardismo de alcance pendejesimal, la histeria de la novedositud.
— No, en absoluto, lo prefiero al balero de su época, señor: causa efecto, causa efecto con lógica de opuestos y desciframiento monódico. Y qué curioso, tan semejante al libro, ese mausoleo donde esperan draculines con elogiosa contratapa, aunque el lector al fin resulte el sapo pepe, un príncipe embotado… No, viejo, prefiero la pantalla vibrátil, vivir el fragmento, los innumerables cruces de mi hora estallada.
— A mí me suena al fondo del tacho. El individualismo del individualismo del individualismo. El paco del fumo.
— A mí, en cambio, a una micropolítica, la única posible en estos días: la revuelta contra todo.
— ¡Micropolítica!... ¿No quiere que le prepare un vascolet, Estensoro?.. Micropolítica… ¿No ve? Todo lo vuelven micro, incluso el poema.
— Pero ésa es la revolución, el solo hecho de escribir lo que nos dé la gana. Eso aparte de que usted, tal vez, se esté ablandando, y entona un gemidillo de la peor especie: el embudo moral… Ahora resulta que la culpa la tiene el género. El poema no tiene moral, Titán, es mi forma de ser libre.
— ¿Y quién dice que no? Pero dentro de uno. Afuera existe otra dimensión, más profunda. Voy a ser pomposo: más libre cuanto más fraterna. ¿Recuerda lo de Po-Chu-I?... Cuando tenía un poema terminado, el loco se lo leía de inmediato a una lavandera amiga suya. Y en los ojos de ella, reconocía si el texto funcionaba. Caso contrario, abandonaba sus palabras en el cauce del río. ¿No le parece admirable?
— Le confieso que yo también me empeño en un experimento semejante. Toda vez que puedo, le leo mis constructos al novio de mi madre. Nada más para disfrutar de la perplejidad que muestra. Gozo muchísimo su mandíbula golpeando contra el piso. La de alguien, ni más ni menos, que llega a horario a todas partes…
—Es, usted, la peor alimaña de mis pensamientos, Estensoro. Si no la gana, la empata… Ahora excúseme un instante, me llaman aguas menores… No bien vuelvo, le hago saque y volea… Está bien, soy un homérido, vengo del libro. Y usted de dónde viene, joven: síntesis, por favor…
—Por dios, mire con lo que me sale… Qué sé yo, de la técnica. Soy un hijo de nadie. Además, creí que en el último encuentro habíamos coincidido en que ambos veníamos de la gran radiación, el gran acelere.
—Es cierto, mucho nos une: el contorsionismo, la cabeza deforme, los bigotes…
— ¿Nunca va dejar de reír…?
—Nunca, y con todos los dientes… Pero eso de la técnica hace a mi tesis: una sobrenaturaleza expandida, un sinónimo limpito de “me cago en lo concreto”. La ciudad nos encerró a mirar a través de un ventanuco. No le parece mejor dialogar, dialogar con el hombre común, de carne y hueso, como la lavandera de Po- Chu-I.
— ¿Recuerda qué bueno aquel ensayo de Eliot: “De Poe a Valery”? Ahí describe con claridad meridiana las etapas del gozo literario. Que el oyente primero se centraba solo en el asunto; que después, ya en la era del libro, distingue las formas de la cosa y disfruta en simultáneo los estilos, por mayor conciencia del lenguaje. Y que en tiempos de Valery, por fin, se repliega a la manipulación introspectiva, a esa conciencia de sí, manteniendo el argumento como mero sostén. Esto los fogueó a ustedes, ¿o no?
—A mi ver, Valery es el narciso en estado puro, uno de los extremos problemáticos del género. Y ya ve la patada que le pegó Witoldo. Si la cosa se reduce a uno con uno mismo, más allá de cualquier alteridad, fin del partido. Como le oí una vez a Enrique Butti: si no hay escritores, está la biblioteca, no pasa demasiado. Pero sin lectores, qué… se termina el oficio.
— Pero el valerismo lo llevaron hasta la locura, ustedes mismos. Ojos en blanco, tono solemne, hablar de la palaaabra, y aburrirse todos tomados de la mano. Nosotros agarramos la base, el monito introspectivo, le metimos pop, bizarría, perspectiva indie, y a cagar, a bailar con la que salga.
— Sí, y les salió una animadora infantil, sólo para jóvenes y chicos… Pero mi punto es este: hay otro lado del lenguaje. Lo pronuncia el sujeto, pero queda ahí para el otro. Entonces no me importa si la cosa es histórica, si la técnica, o de clase o lo que sea. En estas condiciones, el próximo paso va a ser poner el punto final y un cartel ominoso: cerrado por duelo.
— Master, yo soy como el pájaro del proverbio, no canto buscando respuesta, canto porque tengo melodía. Y es la mía, mi propio rollo. Mi lenguaje, en todo caso, mi fantasma síquico, el sonido interno de un otro que manda mensajes, y que este sujeto que ve ahora, estampa para sentirse vivo.
— ¿Sabe? en esto coincidimos… Me hace acordar al tipito de Kafka que esperaba el mensaje imperial. Ahí nosotros dos, como él, con el puño en la mejilla, aguardamos el mantra del poema. La diferencia de esta contemplación estriba en que usted ve a su doble, a su sola experiencia del lenguaje que, por lo visto, para usted es suficiente. Yo prefiero tratar de llegar a otro fondo, algo más transpersonal, disolver el ego. ¿Cómo decirlo?: a ese lugar donde el lenguaje habla un viejo espesor de todos y rige, y quizás ilumina lo que llamamos real. La cosa es llegar ahí, cuando el río suena por sí mismo
— Le voy a contar una anécdota. Frente por frente de casa hay un taller mecánico, regenteado por una criatura polifémica. Alguien que expresa presupuestos con un arte de broncos eructos. Vea, dice, lo suyo puede estar entre los doscientos y cuatrocientos pesos. Al otro día, sin embargo, para rescatar el fierro deberá oír indefectiblemente el siguiente epigrama: Lástima, pibe, son quinientos. ¿A este Ulises de su Homero quiere oír? Y no me venga con activos y contemplativos para el campo simbólico. ¡Para el campo sin bólido, dirá!
— Pero ahí afuera está la cosa, Estensoro, siempre está afuera, en eso otro que no es uno. Nuestra imaginación también fabula como la de él, lo distinto es que tenemos obligación de verdad y belleza.
— Qué palabrones, Vanucci. ¿Por qué son tan afectos a las abstracciones? El lenguaje no da certeza, da ficción, imaginación, fantasías del tiempo, un puro goce.
— Pero ahí está la distancia. El que empeña el lenguaje es el que miente, pero no quien lo recibe con los ojos, lo objetivo. Cuando la contemplación tiene esa cierta magia, el que ve, el lector, encuentra una intuición de la naturaleza de lo real, lo usualmente velado de las cosas. Y al producirse ese ingreso, da ese fulgor de verdad: un algo cierto que es ajeno y de todos. Esa es mi experiencia estética: un destello que se vuelve belleza, por esa adhesión exaltada del contemplador.
— Entonces, la belleza camina según el cristal con que se mire… ¿De modo que usted ve a la mujer gorda del circo, la de pelo en pecho, y si calza es la belleza?
— Así de simple y tortuoso, chico: Beauty is in the eye of the beholder.
— Lo que digo: está en mis ojos…
— Lo que digo, Estensoro, está en sus ojos de lector. Vos hacés la literatura, los otros, cualquiera, todos hacemos la versión de lo real. El lenguaje es mucho más que nosotros, aunque lo hagamos de a uno. No, precisamente, esa menuda pulsión del hombrecito escribidor que cada quien lleva en sí desde el principio, con conciencia encerrada de lenguaje.
— Tal vez yo sea un emperrado nominalista y usted, un realista que se va al universal de las buenas intenciones… Además, si el lenguaje contiene de manera velada el doble de lo real, tengo derecho a exprimirlo y que dé un nuevo mundo, más propio, para respirar en este ahogo. Una micro revuelta individual…
— Fabián Casas me dijo una vez: la poesía la hacemos entre todos. Me pareció una chantada, algo propio de lo que se debe decir, sobre todo en estado de jauría, o como un énfasis de lo que le llegaba del surrealismo o cosas así. Claro que, planchado ahora, al juvenilismo actual… Bien, hoy no. Pienso distinto, el hombre me parece agudo, y cuanto más en estos términos de una experiencia compartida. Más el comienzo de una revolución que una revuelta: hablar con el otro, una dación de la infinita riqueza abandonada.
— Usted, Vanucci, ya semeja un beato despojado y en pantuflas, la versión zen de Carlitos Balá. En un punto me horroriza… ¿No será un partidario ahora del verso medido, no? Dígame que no… Di que no, Godzilla de mis ojos, di que no…
— Ahora entramos en la cuestión de las formas… ¿Por qué no abrimos la ventana y contemplamos un rato el Río de la Plata? ¿Le gusta nuestro río, Estensoro? Tiene algo fundacional ¿no? Un mar dulce, una inmensa y cruel mansedumbre.
— Me gustan muchísimo otros ríos, más mínimos y transparentes, donde pescar, por ejemplo.
— A mí también. En realidad, me gustan todos; y pescar, no le digo… Pero sí, la cuestión de las formas… Me da lo mismo, oigo el poema en métrica medida y en verso libre. Creo que son modos, maneras de ingreso a la zona invicta, cuando se perfora el inconsciente personal y se llega a otro tipo de espesura, vinculado más bien al oído y el temperamento del que pulsa el instrumento.
—Yo no escribo más que en verso libre. No quisiera otra manera de tallar mi materia. El formato cerrado me postra.
— Creo que hoy es una polémica del todo inútil. Según creo, tu verso libre tiene en su trastienda una ley, que hace ver libre y suelto lo que en verdad se aviene a otra perspectiva, la necesidad del objeto, un otro también. Desde luego la cosa es histórica. El verso medido pareciera responder al oído de una gran voz que rueda desde la primera interjección, con el amanecer del hombre primal. Eso sigue ahí, en lo que llamo la zona invicta. Después ya se sabe, el hombre nuevo, más atento a su inconsciente o su sujeto, y ya: el verso libre, I sing myself, literalmente. Tal vez su caso, menos extremado. Amo a los dos, son la evidencia de la idea, de lo otro, de la respiración de la especie.
— Pero somos esencialmente una experiencia verbal, Vanucci. Una materia ardida, pero materia al fin.
— No estoy tan seguro. Tal vez, seamos una experiencia vital, que el poema pone claro a través de eso poco que tenemos. De cualquier manera confieso que los dos son uno: el cuerpo y la mente, y sobre todo en el texto. Uno y otro se aluden como en forja de una piedra imán. Y aun así, lo que sigue flotando, cuando las palabras se callan es una suerte de espíritu, de respiración compartida. He dicho… Por qué no armamos uno de los buenos. ¿Tiene hoy o no tiene?
— Por supuesto, ya le armo un chino de estos…
— ¿Se acuerda de aquella tonada del sesenta que cantaba Sinatra: “Moon River”?
— Sí, un lugar común bastante edulcorado.
— Vivimos en lugares comunes, my huckleberry friend: el país, el lenguaje, la amistad, el tiempo que nos permite. Me encantan los lugares comunes.
— Y qué con la canción.
— Es un homenaje, yo creía que al Mississippi. Pero no, a un recodo del río Savannah y por supuesto a Marck Twain, por lo de huckleberry. Ahí le dice al río que verán las cosas de este mundo, cada uno buscando su estilo, braceándolo con su modo. Un día sin embargo, van a ir más allá del arco iris. Bien, el iris del lector es mi arco iris, el otro lado del poema donde se intuye o comparte este cielo de tierra que hacemos juntos.
— Eso, Vanucci, compartamos el faso y miremos nuestro río en silencio.
— Sí, querido, miremos, pero no en silencio sino con esperanza, mucha esperanza…
Javier Adúriz (Buenos Aires, 1948-2011), Dificultades de la poesía, Del Dock, 2010
Mariana Aulicino y Carolina Cortés
— ¡Por fin, Estensoro!, lo esperé la vida... Y siempre un cometa usted, cinco minutos, media hora. Y después que me parta un rayo.
— Pero qué dice, Titán… Buenos Aires parece que se encoge con el tráfico del diablo... Dígame: ¿Hoy es de beber, de fumar o de charlar, lo nuestro?
— De todo junto, chico, además, por supuesto, de estar a lo que venga…
— Y con qué me viene hoy, ¿otro firulete electrizante?
— Mire, Estensoro, no las tengo todas conmigo, pero me está entrando firme la sospecha de que el oficio que practicamos se ha vuelto con el tiempo un género menor, casi de aspecto, vano.
— Entonces qué, ¿somos los patitos feos del cuento? ¿Los cisnes negros de la familia?
— Y sí, algo así o peor. La circulación es exigua, no nos leemos ni entre nosotros… y para que tenga una idea, la última vez que conocí a un lector, el despistado me había confundido con otro… ¿Usted cuenta con lectores, joven maravilla de la intelligentsia argentina?
— Mire, Vanucci, su categoría “lector” hace rato que me tiene casi sin cuidado… Como dice Auden, es ese tipo de sujeto que casi nunca concierta con mis intereses. Y más, como usted ya sabe, yo escribo y cuelgo. Con mis amigos colgamos en la web lo que queremos. Es nuestro modo de crear accesos, lectura in vitro… ¡La hicimos, Vanucci, confiese!.. la gran Boido hicimos… la poesía no se vende.
— Sí, Menem lo hizo…, y un bonito eslogan a los que fuimos tan afectos, lamentablemente… Pero sabe qué, a mí me hubiera gustado vivir de mi oficio, como un gasista por ejemplo… Además le señalo que su esperanza es abstracta, matemáticamente irrefutable, sí, pero oportuna para ver el momento en que asoman las dificultades escondidas en la entraña del género. Cada poema o “constructo” (¿le damos un poco de horror gótico-lingüístico a la charla?) parece llevar dentro de sí, toda la potencia adolescente, algo primario, y la cosa no sale de ahí. No quiero ofender, pero intuyo que el medio los obra desde adentro, hacia un frenesí productivo, con mucho pavloviano por ese trato veloz con los botones. Escritura cortita y al pie, lectura ídem. La pantalla los formatea. ¡La play station tal vez los formatea! Poesía de síndrome reactivo, diría.
— Lo que ocurre es que usted es hijo, nieto y chozno de la gran tradición. Un escruchante de Homero y sus secuaces, y si me apura, hasta de Hernández le diría, para venir a lo de ayer que también será olvidado.
— Precisamente, en aquel entonces, el poeta era el que armaba el gran friso, el escenario en que se vive. Hoy todo para el cine, la novela, la tele. ¿Y nosotros qué?
— Un concentrado sensible, los happy few.
— Me parece un demonio, Estensoro. ¿No vio lo que está ocurriendo? El planeta se incendia y ustedes se cuelgan del árbol de Juvencia. ¿O somos los diez justos que sostienen el circo? Los que no se quieren embarrar.
— Diagnóstico urgente. Usted padece de horacismo, Vanucci. Lo útil y lo dulce: Academia aprenda-con-agrado… Ya está, querido. Por favor, relájese. Ya se jubiló, cobra sin trabajar. Por delante no tiene ninguna obligación.
— Responsabilidad… ¿Conoce esa palabra?
— Por supuesto, y conmigo mismo, fiel al que soy, o a los muchos otros que soy, que me tienen atareado, aunque suene a desvío. La libertad, anciano.
— ¿Qué libertad?
— La de escribir lo que quiero, de la manera que quiero y, cuánto más original, mejor.
— ¿Originalidad?... ¿No los cansa esa pulsión de tener que inventar todos los días el dulce de leche y la birome? Ese vanguardismo de alcance pendejesimal, la histeria de la novedositud.
— No, en absoluto, lo prefiero al balero de su época, señor: causa efecto, causa efecto con lógica de opuestos y desciframiento monódico. Y qué curioso, tan semejante al libro, ese mausoleo donde esperan draculines con elogiosa contratapa, aunque el lector al fin resulte el sapo pepe, un príncipe embotado… No, viejo, prefiero la pantalla vibrátil, vivir el fragmento, los innumerables cruces de mi hora estallada.
— A mí me suena al fondo del tacho. El individualismo del individualismo del individualismo. El paco del fumo.
— A mí, en cambio, a una micropolítica, la única posible en estos días: la revuelta contra todo.
— ¡Micropolítica!... ¿No quiere que le prepare un vascolet, Estensoro?.. Micropolítica… ¿No ve? Todo lo vuelven micro, incluso el poema.
— Pero ésa es la revolución, el solo hecho de escribir lo que nos dé la gana. Eso aparte de que usted, tal vez, se esté ablandando, y entona un gemidillo de la peor especie: el embudo moral… Ahora resulta que la culpa la tiene el género. El poema no tiene moral, Titán, es mi forma de ser libre.
— ¿Y quién dice que no? Pero dentro de uno. Afuera existe otra dimensión, más profunda. Voy a ser pomposo: más libre cuanto más fraterna. ¿Recuerda lo de Po-Chu-I?... Cuando tenía un poema terminado, el loco se lo leía de inmediato a una lavandera amiga suya. Y en los ojos de ella, reconocía si el texto funcionaba. Caso contrario, abandonaba sus palabras en el cauce del río. ¿No le parece admirable?
— Le confieso que yo también me empeño en un experimento semejante. Toda vez que puedo, le leo mis constructos al novio de mi madre. Nada más para disfrutar de la perplejidad que muestra. Gozo muchísimo su mandíbula golpeando contra el piso. La de alguien, ni más ni menos, que llega a horario a todas partes…
—Es, usted, la peor alimaña de mis pensamientos, Estensoro. Si no la gana, la empata… Ahora excúseme un instante, me llaman aguas menores… No bien vuelvo, le hago saque y volea… Está bien, soy un homérido, vengo del libro. Y usted de dónde viene, joven: síntesis, por favor…
—Por dios, mire con lo que me sale… Qué sé yo, de la técnica. Soy un hijo de nadie. Además, creí que en el último encuentro habíamos coincidido en que ambos veníamos de la gran radiación, el gran acelere.
—Es cierto, mucho nos une: el contorsionismo, la cabeza deforme, los bigotes…
— ¿Nunca va dejar de reír…?
—Nunca, y con todos los dientes… Pero eso de la técnica hace a mi tesis: una sobrenaturaleza expandida, un sinónimo limpito de “me cago en lo concreto”. La ciudad nos encerró a mirar a través de un ventanuco. No le parece mejor dialogar, dialogar con el hombre común, de carne y hueso, como la lavandera de Po- Chu-I.
— ¿Recuerda qué bueno aquel ensayo de Eliot: “De Poe a Valery”? Ahí describe con claridad meridiana las etapas del gozo literario. Que el oyente primero se centraba solo en el asunto; que después, ya en la era del libro, distingue las formas de la cosa y disfruta en simultáneo los estilos, por mayor conciencia del lenguaje. Y que en tiempos de Valery, por fin, se repliega a la manipulación introspectiva, a esa conciencia de sí, manteniendo el argumento como mero sostén. Esto los fogueó a ustedes, ¿o no?
—A mi ver, Valery es el narciso en estado puro, uno de los extremos problemáticos del género. Y ya ve la patada que le pegó Witoldo. Si la cosa se reduce a uno con uno mismo, más allá de cualquier alteridad, fin del partido. Como le oí una vez a Enrique Butti: si no hay escritores, está la biblioteca, no pasa demasiado. Pero sin lectores, qué… se termina el oficio.
— Pero el valerismo lo llevaron hasta la locura, ustedes mismos. Ojos en blanco, tono solemne, hablar de la palaaabra, y aburrirse todos tomados de la mano. Nosotros agarramos la base, el monito introspectivo, le metimos pop, bizarría, perspectiva indie, y a cagar, a bailar con la que salga.
— Sí, y les salió una animadora infantil, sólo para jóvenes y chicos… Pero mi punto es este: hay otro lado del lenguaje. Lo pronuncia el sujeto, pero queda ahí para el otro. Entonces no me importa si la cosa es histórica, si la técnica, o de clase o lo que sea. En estas condiciones, el próximo paso va a ser poner el punto final y un cartel ominoso: cerrado por duelo.
— Master, yo soy como el pájaro del proverbio, no canto buscando respuesta, canto porque tengo melodía. Y es la mía, mi propio rollo. Mi lenguaje, en todo caso, mi fantasma síquico, el sonido interno de un otro que manda mensajes, y que este sujeto que ve ahora, estampa para sentirse vivo.
— ¿Sabe? en esto coincidimos… Me hace acordar al tipito de Kafka que esperaba el mensaje imperial. Ahí nosotros dos, como él, con el puño en la mejilla, aguardamos el mantra del poema. La diferencia de esta contemplación estriba en que usted ve a su doble, a su sola experiencia del lenguaje que, por lo visto, para usted es suficiente. Yo prefiero tratar de llegar a otro fondo, algo más transpersonal, disolver el ego. ¿Cómo decirlo?: a ese lugar donde el lenguaje habla un viejo espesor de todos y rige, y quizás ilumina lo que llamamos real. La cosa es llegar ahí, cuando el río suena por sí mismo
— Le voy a contar una anécdota. Frente por frente de casa hay un taller mecánico, regenteado por una criatura polifémica. Alguien que expresa presupuestos con un arte de broncos eructos. Vea, dice, lo suyo puede estar entre los doscientos y cuatrocientos pesos. Al otro día, sin embargo, para rescatar el fierro deberá oír indefectiblemente el siguiente epigrama: Lástima, pibe, son quinientos. ¿A este Ulises de su Homero quiere oír? Y no me venga con activos y contemplativos para el campo simbólico. ¡Para el campo sin bólido, dirá!
— Pero ahí afuera está la cosa, Estensoro, siempre está afuera, en eso otro que no es uno. Nuestra imaginación también fabula como la de él, lo distinto es que tenemos obligación de verdad y belleza.
— Qué palabrones, Vanucci. ¿Por qué son tan afectos a las abstracciones? El lenguaje no da certeza, da ficción, imaginación, fantasías del tiempo, un puro goce.
— Pero ahí está la distancia. El que empeña el lenguaje es el que miente, pero no quien lo recibe con los ojos, lo objetivo. Cuando la contemplación tiene esa cierta magia, el que ve, el lector, encuentra una intuición de la naturaleza de lo real, lo usualmente velado de las cosas. Y al producirse ese ingreso, da ese fulgor de verdad: un algo cierto que es ajeno y de todos. Esa es mi experiencia estética: un destello que se vuelve belleza, por esa adhesión exaltada del contemplador.
— Entonces, la belleza camina según el cristal con que se mire… ¿De modo que usted ve a la mujer gorda del circo, la de pelo en pecho, y si calza es la belleza?
— Así de simple y tortuoso, chico: Beauty is in the eye of the beholder.
— Lo que digo: está en mis ojos…
— Lo que digo, Estensoro, está en sus ojos de lector. Vos hacés la literatura, los otros, cualquiera, todos hacemos la versión de lo real. El lenguaje es mucho más que nosotros, aunque lo hagamos de a uno. No, precisamente, esa menuda pulsión del hombrecito escribidor que cada quien lleva en sí desde el principio, con conciencia encerrada de lenguaje.
— Tal vez yo sea un emperrado nominalista y usted, un realista que se va al universal de las buenas intenciones… Además, si el lenguaje contiene de manera velada el doble de lo real, tengo derecho a exprimirlo y que dé un nuevo mundo, más propio, para respirar en este ahogo. Una micro revuelta individual…
— Fabián Casas me dijo una vez: la poesía la hacemos entre todos. Me pareció una chantada, algo propio de lo que se debe decir, sobre todo en estado de jauría, o como un énfasis de lo que le llegaba del surrealismo o cosas así. Claro que, planchado ahora, al juvenilismo actual… Bien, hoy no. Pienso distinto, el hombre me parece agudo, y cuanto más en estos términos de una experiencia compartida. Más el comienzo de una revolución que una revuelta: hablar con el otro, una dación de la infinita riqueza abandonada.
— Usted, Vanucci, ya semeja un beato despojado y en pantuflas, la versión zen de Carlitos Balá. En un punto me horroriza… ¿No será un partidario ahora del verso medido, no? Dígame que no… Di que no, Godzilla de mis ojos, di que no…
— Ahora entramos en la cuestión de las formas… ¿Por qué no abrimos la ventana y contemplamos un rato el Río de la Plata? ¿Le gusta nuestro río, Estensoro? Tiene algo fundacional ¿no? Un mar dulce, una inmensa y cruel mansedumbre.
— Me gustan muchísimo otros ríos, más mínimos y transparentes, donde pescar, por ejemplo.
— A mí también. En realidad, me gustan todos; y pescar, no le digo… Pero sí, la cuestión de las formas… Me da lo mismo, oigo el poema en métrica medida y en verso libre. Creo que son modos, maneras de ingreso a la zona invicta, cuando se perfora el inconsciente personal y se llega a otro tipo de espesura, vinculado más bien al oído y el temperamento del que pulsa el instrumento.
—Yo no escribo más que en verso libre. No quisiera otra manera de tallar mi materia. El formato cerrado me postra.
— Creo que hoy es una polémica del todo inútil. Según creo, tu verso libre tiene en su trastienda una ley, que hace ver libre y suelto lo que en verdad se aviene a otra perspectiva, la necesidad del objeto, un otro también. Desde luego la cosa es histórica. El verso medido pareciera responder al oído de una gran voz que rueda desde la primera interjección, con el amanecer del hombre primal. Eso sigue ahí, en lo que llamo la zona invicta. Después ya se sabe, el hombre nuevo, más atento a su inconsciente o su sujeto, y ya: el verso libre, I sing myself, literalmente. Tal vez su caso, menos extremado. Amo a los dos, son la evidencia de la idea, de lo otro, de la respiración de la especie.
— Pero somos esencialmente una experiencia verbal, Vanucci. Una materia ardida, pero materia al fin.
— No estoy tan seguro. Tal vez, seamos una experiencia vital, que el poema pone claro a través de eso poco que tenemos. De cualquier manera confieso que los dos son uno: el cuerpo y la mente, y sobre todo en el texto. Uno y otro se aluden como en forja de una piedra imán. Y aun así, lo que sigue flotando, cuando las palabras se callan es una suerte de espíritu, de respiración compartida. He dicho… Por qué no armamos uno de los buenos. ¿Tiene hoy o no tiene?
— Por supuesto, ya le armo un chino de estos…
— ¿Se acuerda de aquella tonada del sesenta que cantaba Sinatra: “Moon River”?
— Sí, un lugar común bastante edulcorado.
— Vivimos en lugares comunes, my huckleberry friend: el país, el lenguaje, la amistad, el tiempo que nos permite. Me encantan los lugares comunes.
— Y qué con la canción.
— Es un homenaje, yo creía que al Mississippi. Pero no, a un recodo del río Savannah y por supuesto a Marck Twain, por lo de huckleberry. Ahí le dice al río que verán las cosas de este mundo, cada uno buscando su estilo, braceándolo con su modo. Un día sin embargo, van a ir más allá del arco iris. Bien, el iris del lector es mi arco iris, el otro lado del poema donde se intuye o comparte este cielo de tierra que hacemos juntos.
— Eso, Vanucci, compartamos el faso y miremos nuestro río en silencio.
— Sí, querido, miremos, pero no en silencio sino con esperanza, mucha esperanza…
Javier Adúriz (Buenos Aires, 1948-2011), Dificultades de la poesía, Del Dock, 2010